Se dice que todo depende del cristal con que se mire y
este recurso, bien empleado, puede hacer que cualquier persona o suceso parezca
algo completamente diferente a la realidad. Por ejemplo, las campañas políticas
quieren hacer creer a las personas que los candidatos son seres humanos nobles
y que se preocupan por el bienestar de los demás. Habrá unos cuantos que se
crean estos cuentos a pesar de que la historia evidencia lo contrario.
Los publicistas exitosos son aquellos que convencen a
los clientes potenciales que deben preferir una marca sobre otra o que ciertos
productos y servicios son necesidades básicas, necesidades que el público nunca
supo que tenía hasta que salieron los anuncios. Viéndolo fríamente, todos somos
productos y tenemos que vendernos diariamente, debemos lograr que las personas
nos vean con el cristal que más nos convenga.
No se trata de ser falsos y pretender ser algo o
alguien más sino que a diario nos adaptamos para “promocionarnos” de diferentes
maneras. Nos vestimos con la ropa correcta para ser considerados para un
trabajo, nos comportamos de la mejor manera para agradar a nuestros suegros y
sonreímos a la cajera del centro de autoservicio a pesar de haber tenido un día
pesado. No es hipocresía, simplemente es mostrarle al mundo nuestra mejor cara.
De la misma manera, es fácil lograr que nos vean de manera negativa,
intencionalmente o no.
Muchas personas, a través de la historia, han sido
juzgadas por las palabras ajenas. Desde los chismes del pueblo hasta los
decretos oficiales, las personas tienden a aceptar lo que se dice de los demás
y con el tiempo se convencen de que sus opiniones son propias, no que fueron
implantadas en sus cabezas por las palabras de alguien más. Si un hombre de
opinión respetada elogiaba la virtud de alguna mujer entonces la mayoría de los
hombres opinaba lo mismo sólo porque alguien de peso había hablado. Si el mismo
hombre acusaba a alguna mujer de libertina entonces era repudiada por todos porque
¿cómo creer que un hombre tan honorable pueda decir mentiras?
En la antigüedad, las brujas, vampiros y hombres lobo
eran seres abominables, temibles. Todos les temían y repudiaban porque se
contaba que estos monstruos eran malignos y despiadados. Pero unos cuantos
siglos después estas criaturas son consideradas atractivas, sensuales y
seductoras. Los escritores lograron dar un giro completo a la idea que se tenía
de estos seres y convencieron a millones de lectores del enorme potencial que
tienen como compañeros de cama. Incluso las preadolescentes cayeron bajo el
encantador embrujo de las criaturas que antes eran consideradas escalofriantes.
Es relativamente fácil hacer que los vampiros y los
hombres lobo sean sensuales pero hay toda una legión de monstruos que requieren
mucho más ingenio para ser atractivos. La película Yo, Frankenstein, estelarizada por Aaron Eckhart, lo logró al demostrar
que incluso una monstruosa criatura parchada, torpe y que habla con gruñidos
puede evolucionar hasta convertirse en un hombre sensual cuyas cicatrices lo
hacen ver seductoramente peligroso y su elocuencia denota que es un hombre de
mundo.
No es broma ni estoy exagerando, esta película basada
en la novela gráfica de Kevin Grevioux, nos muestra a la creación de Víctor
Frankenstein 200 años después de que éste falleciera durante su persecución.
Adam, cómo se le llama ahora a este monstruo salido de la pluma de Mary
Shelley, se ve envuelto en una guerra milenaria entre el bien y el mal a pesar
de que él no podría estar menos interesado en ella.
Su desinterés no le ayuda en nada ya que Adam resulta
ser la pieza clave de los planes de los demonios para apoderarse del mundo y
las gárgolas, defensores del bien, harán todo lo posible por impedir que el mal
gane. Adam, sin quererla ni tenerla, se encuentra justo en medio de la refriega
con ambos bandos peleando por él y a todo esto se le suma una guapa científica
con debilidad por los hombres vueltos a la vida por medio de la electricidad.
La propuesta de la película es interesante, más de lo
que en realidad es ya que se quedó corta. Dejemos de lado que es un poco
desconcertante ver a Adam caminando por las calles como un hombre cualquiera
que ni siquiera llama la atención, lo verdaderamente extraño es que el típico
Frankenstein de cabeza cuadrada, piel verde y tornillos en el cuello sea ahora
una especie de súper héroe con ágiles movimientos que nos hacen olvidar por
completo los pasos lentos y pesados de los zapatos de plataforma que
caracterizan al personaje clásico.
Al parecer los siglos le han sentado bien a Adam y sus
cicatrices se han desvanecido lo suficiente como para no resultar grotescas y
al verlo sin camisa notamos que Víctor Frankenstein utilizó retazos de los
cuerpos más atléticos que encontró en el cementerio para armar su experimento.
Lo ideal es ver esta película sin pensar mucho en el
clásico porque entonces nada tendría sentido. Las secuencias de acción son
buenas pero no lo suficiente como para competir con las de The Avengers. La trama es buena pero los personajes carecen de
profundidad, los malos no parecen tan malos y los buenos no parecen tan buenos.
Yo, Frankenstein, está bien para
pasar el rato pero el experimento no fue exitoso. El final queda lo
suficientemente abierto como para justificar una secuela pero no creo que las
ventas en taquilla logren que una segunda parte cobre vida.
La imagen utilizada es el póster oficial de la película
y es propiedad de la productora.
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