miércoles, 18 de octubre de 2017

Cuentoscuros: En el clóset

No se pueden perder este cuento corto sobre los problemas que pueden surgir al ocultar lo que realmente son.


En lo alto de la colina se encontraba una modesta cabaña habitada por tres hermanas, todos en el pueblo sabían de su existencia pero nadie las conocía realmente pues rara vez bajaban al pueblo. Se les veía pocas veces al año, sólo en aquellas ocasiones en que se aventuraban a bajar desde la verde colina para comprar suficientes provisiones para pasar largas temporadas sin tener que abandonar la seguridad de su hogar.
A pesar de su extraña existencia nadie las juzgaba ni las cuestionaba pues las pocas veces en que trataban con ellas era evidente que su disposición era amable, aunque extremadamente reservada. Ninguna de las tres mujeres hablaba más de lo necesario con nadie, ninguna parecía interesada en los chismes del pueblo ni mucho menos parecía atraerles hacer amistad con nadie. Las tres se limitaban a hacer sus compras en el menor tiempo posible para regresar a la colina donde permanecerían aisladas de todo y de todos hasta la siguiente temporada.
Los niños del pueblo solían inventar todo tipo de historias sobre ellas y se divertían asustando a los más pequeños diciendo que eran malvadas brujas que volaban en sus escobas por las noches y que, si las provocaban, los devorarían enteros sin dudarlo. Algunos adultos se apresuraban a reprimir a los irrespetuosos muchachos, les explicaban que esas tres infortunadas debían llevar una vida muy difícil, solas, lejos de todo en esa colina. El que llevaran una vida tan diferente a lo que ellos conocían no las hacía brujas ni malvadas. Esos adultos no sabían lo que decían.
Muriel, la mayor de las tres hermanas, era serena y amable y aunque disfrutaba el estilo de vida que llevaba rara vez sonreía. Se sentía cómoda al estar lejos de todo y de todos. Sus hermanas eran lo único que quería como compañía. Nunca le agradó el convivir con nadie más, le preocupaba sobremanera lo observadoras y entrometidas que podían ser algunas personas. Siempre había sido cuidadosa para no despertar sospechas pero no dejaba de ser peligroso bajar al pueblo de vez en cuando. Era difícil para ella controlar la ansiedad que la embargaba al verse obligada a interactuar con otros cuando compraba provisiones. El angustiante sentimiento no la abandonaba hasta que estaba de regreso en la cabaña, sólo allí sentía que podía respirar libremente otra vez.
No era ningún secreto para ellas que en el pueblo eran vistas como tres solteronas sin habilidades sociales ni prospectos para el futuro. Y así era como Muriel quería que continuara la percepción. No le gustaban los problemas ni las habladurías y prefería que la subestimaran y la miraran con compasión a que la vieran por lo que era, por lo que las tres hermanas eran. Un escalofrío recorría su cuerpo al pensar en lo que podría suceder si alguien en el pueblo descubriera que había tres brujas viviendo en lo alto de la colina.
Sus hermanas la consideraban demasiado rígida, en ocasiones incluso se burlaban de ella por ser tan cuidadosa. Creían que sus precauciones eran exageradas pues el comportamiento de todas siempre había sido intachable, jamás habían dado pie a cuestionamientos sobre su pacífica existencia. Sin embargo, Muriel no permitía ni el más leve descuido, al ser la mayor sentía que tenía autoridad para imponerse y dictar cómo debían vivir. Su creciente preocupación la llevó al extremo de prohibir la práctica de la brujería, ninguna de las tres tenía permitido siquiera hablar de conjuros y hechizos.
Herminia, la menor, era sumisa y estaba resignada a vivir la vida que su hermana había elegido para ella. Hacía bromas sobre la preocupación de su hermana pero nunca llegaba al punto de irritarla realmente. No lo admitía abiertamente pero le temía a Muriel, sabía que era la más poderosa de las tres y no se atrevía a desafiarla. La imposición no le quitaba el sueño pues no le apasionaba ser bruja, no lo odiaba tampoco pero para ella su condición simplemente era algo con lo que había nacido, no lo eligió, sólo le tocó ser bruja. No sentía la necesidad de practicar a diario para ser feliz, se sentía satisfecha pasando sus días en la cabaña al lado de sus hermanas entregándose a su rutinaria vida.
Drusila, la del medio, no estaba nada conforme con la vida que llevaba. A diferencia de sus hermanas, a ella le encantaba ser bruja y le parecía que no había nada más emocionante que hacer conjuros y practicar en todo momento para mejorar sus habilidades. Drusila quería a sus hermanas pero estaba harta de la mediocridad de Herminia y el autoritarismo de Muriel. Seguía sus reglas en el pueblo pero en cuanto entraban a la cabaña la desafiaba abiertamente y practicaba la brujería fingiendo que no escuchaba a su hermana pidiéndole que se detuviera. Cuando Drusila se cansaba de los regaños de Muriel se retiraba a su habitación para seguir conjurando durante horas sin que la molestaran. En los días en que realmente quería fastidiar a su hermana mayor practicaba la brujería en la cocina, en la estancia, donde fuera que Muriel pudiera verla para ocasionarle un mayor disgusto. Si se sentía particularmente valiente salía de la cabaña y conjuraba bajo las estrellas.
A Drusila le gustaba ver qué tan lejos podía llevar su desobediencia y qué tanto podía presionar a Muriel. En ocasiones llegaban a los gritos pero en cuanto veía que las lágrimas asomaban en los ojos de Herminia, asustada por el pleito familiar, guardaba sus implementos de brujería y hacía las paces con Muriel. Eran hermanas y se querían, sólo se tenían las unas a las otras. A pesar de todo llevaban una existencia relativamente tranquila y cómoda y todas estaban conscientes de que el ocultar lo que eran les permitía seguir así.
Sin embargo, el precio a pagar por una vida libre de persecución le parecía demasiado elevado a Drusila, para ella era una carga el no poder ser abiertamente quien era, tenía grandes sueños pero sabía que mientras Muriel no cambiara de parecer y Herminia no tuviera el valor para tomar sus propias decisiones, jamás podría vivir como ella quería. Drusila no le deseaba ningún mal a sus hermanas, no quería herirlas, por el contrario, deseaba lo mejor para ellas y por eso aceptaba, hasta cierto punto, en lo que se había convertido su vida. Sabía que era la decisión correcta por el bien de las tres pero eso no llenaba el vacío que sentía por dentro.
Muriel sólo veía como Drusila parecía desafiarla cada vez más, cada nuevo día traía consigo una rebeldía mayor a la del día anterior y decidió que era momento de tomar medidas drásticas. Anunció que todas las escobas permanecerían encerradas en el clóset de blancos, aquellas herramientas de poder eran el símbolo máximo de la magia de las tres hermanas y, aunque parecía una disposición cruel, estaba convencida de que era lo mejor para evitar tentaciones.
Herminia no tuvo problema en acatar la orden de su hermana, fue la primera en colocar su escoba dentro del clóset y desde que lo hizo no se atrevió a volver a abrir la puerta. Drusila gritó y estrelló platos contra la pared pero al final se dio por vencida y entregó su escoba sintiendo que perdía una parte de su alma. La separación era demasiado dolorosa para ella por eso abría la puerta del clóset varias veces al día aunque fuera sólo para saludar a su querida escoba. No quería olvidar que su verdadera naturaleza era ser bruja y se sentía orgullosa de ello.
Allí, arrumbadas, las tres escobas mágicas se marchitaban día tras día reprimiendo energía con cada segundo que no eran utilizadas. Muriel sabía lo mucho que Drusila sufría por tener que reprimirse pero ella no tenía reparo alguno en negar lo que realmente eran y maldecía frente a la puerta del clóset cada vez que pasaba cerca para dejar claro lo mucho que odiaba su naturaleza. Drusila descubrió al poco tiempo que su hermana mayor extrañaba los conjuros también, quizás no tanto como ella pero los extrañaba, pues la vio asomarse al clóset en más de una ocasión y hablar con su escoba como suelen hacer las brujas con sus herramientas mágicas.
Muriel podía fingir todo lo que quisiera pero era obvio que a ella también le costaba trabajo reprimir a la bruja que tenía dentro. Drusila comprendió que su hermana compartía su sufrimiento pero que intentaba ser fuerte por el bien de todas y decidió no hacerle la vida tan difícil, seguiría practicando la brujería pero tendría cuidado de no hacerlo frente a sus hermanas. Herminia era la única que parecía no extrañar los conjuros y hechizos, ni siquiera miraba en dirección al clóset cuando caminaba por ahí.
El poder que se encontraba contenido en esas cuatro paredes era innegable, la energía se veía como una luz brillante saliendo por debajo de la puerta por las noches. La magia concentrada no dejaba espacio para nada más y con el tiempo el clóset de blancos se volvió únicamente el clóset de las escobas. Muriel y Herminia se negaban a hablar sobre ello pero Drusila les recordaba constantemente lo que ocultaban en el clóset.
Como era de esperarse, la calma duró poco tiempo, no era fácil vivir en una mentira y Drusila no pudo más, comenzó a quejarse amargamente diciendo que su verdadera naturaleza estaba atrapada en ese clóset y que mientras no se le permitiera salir de él no podría vivir realmente, que llevaría una existencia a medias. El resentimiento fue creciendo día con día hasta que le reclamó a Muriel el haberlas convertido en brujas de clóset. Explicó que su actitud era lo que no les permitía salir por esa puerta y que era una prisionera en su propio hogar. Las discusiones fueron creciendo y la convivencia diaria se tornó insoportable.
Muriel estaba empeñada en controlar la situación, seguía convencida de que sabía lo que era mejor para todas y constantemente se quejaba del poco apoyo que recibía de sus hermanas. Estaba harta de la actitud y los reproches de Drusila, no podía controlarla ella sola y Herminia no estaba haciendo nada por ayudarla, le complacía ver que la obedecía ciegamente pero le enfurecía el que no mostrara interés alguno en intentar disuadir a su hermana de abandonar la brujería.
Drusila ya había renunciado a intentar que su hermana mayor cambiara de parecer o que por lo menos fuera un poco más flexible y el mostrar desobediencia ya no era suficiente. Empezó a divertirse provocándola con comentarios y acciones que sabía le desagradaban. Así, cuando Muriel le reclamaba, ella le decía que si le molestaba algo que lo metiera al clóset de las escobas con el resto de todo lo que tanto la incomodaba. Palabras que sólo enfurecían más a Muriel pues había algo de cierto en ellas.
Irritar a Muriel estaba bien por un rato pero Drusila se sentía al borde del colapso y ya no sabía qué más hacer. Estaba enojada no sólo con su hermana mayor sino con Herminia, le molestaba ver que no era capaz de defenderse, ni siquiera de formar una opinión y mucho menos de expresarla. Se sentía realmente atrapada en ese clóset, empolvándose tras la puerta sin esperanzas de vivir su vida abiertamente. Lo único que le quedaba a Drusila y le daba fuerzas para soportar la falsedad que era su vida era Raziel. Un hermoso gato negro con una franja blanca que partía de la parte inferior de su boca y recorría todo su vientre y a lo largo de su cola. Drusila lo cuidaba, alimentaba y mimaba, quizás en demasía. Raziel le correspondía haciéndole compañía y aportando energía a sus conjuros y encantamientos. Eso lo convertía en su familiar, el compañero especial que llega a la vida de todas las brujas.
Drusila era la única de las tres hermanas que conservaba a su familiar pues los de sus hermanas se habían marchado hacía ya tiempo, desde que dejaron de lado la brujería. Algunos gatos iban y venían, todos ellos eran bienvenidos en la cabaña, los alimentaban y cuidaban por el tiempo que eligieran estar en el hogar de las hermanas pero ninguno desarrolló una relación tan estrecha como para ser el familiar de alguna de ellas. Muriel evitaba apegarse a los gatos porque no quería que nada le recordara que era bruja y Herminia temía hacerlo porque su hermana podría tomarlo como una afronta. Raziel era un testimonio más de la rebeldía de Drusila.
Las brujas de clóset continuaron con sus falsas vidas, escondidas del mundo en aquella cabaña hasta que era momento de bajar al pueblo por provisiones. Allí, entre la gente, fingían que sus vidas eran tan comunes y corrientes como las de los pueblerinos. Los años transcurrieron lentamente y con ellos llegó el inevitable fallecimiento de Raziel. El familiar murió en los brazos de Drusila. Ella lo sostuvo durante horas aguardando pacientemente a que el último vestigio de su alma se desvaneciera. Después de que encomendó su alma a la Señora protectora de los gatos y depositó su cuerpo inanimado en la tierra, a la que todos debemos regresar, se entregó a una tristeza absoluta que duró semanas. Lo único que la ayudó a seguir fueron los encantamientos que le permitieron caminar con un pie en cada mundo para asegurarse de que Raziel llegara con bien al valle de los gatos.
La pena fue tan grande para Drusila que Muriel ni siquiera le recriminó el que utilizara la magia para acompañar a su querido Raziel a su destino final. Sus hermanas estaban muy preocupadas por ella, intentaron animarla y la cuidaron tanto como Drusila les permitió pues no le agradaba mostrar su lado vulnerable. Tanto Herminia como Muriel sintieron que la pérdida había desatado una obscuridad que comenzaba a crecer dentro de su hermana, amenazando con salir en cualquier momento pero, debido a la prohibición, ninguna comentó nada al respecto. Ambas confiaban en que la obscuridad se alejaría tras el periodo de duelo.
Eventualmente Drusila salió de su depresión y poco a poco fue retomando su rutina. Muriel supo que su hermana estaba recuperándose cuando comenzó a desafiarla nuevamente y a burlarse de sus regaños. Se alegró al ver la tranquilidad que parecía haber regresado a los ojos de su hermana e intuyó que había algún motivo detrás de su cambiado estado de ánimo. Mandó a Herminia a que espiara a Drusila y lo que le reportó la dejó muy inquieta. Se enteró que Drusila había entablado amistad con un viejo pastor que conoció un día en que salió a buscar hierbas curativas. No era común encontrarse con personas tan cerca de la cabaña y Muriel sospechó de inmediato de las intenciones de ese hombre.
Muriel interrogó a Drusila y ella le explicó que no había nada de qué preocuparse, que era sólo un anciano inofensivo, un hombre bueno que había tenido el infortunio de perder a todos sus seres queridos. No tenía a nadie que pudiera ocuparse de él pero, no queriendo ser una carga, buscó la manera de ganarse su sustento a pesar de que era demasiado débil para los trabajos que se requerían en el pueblo. Un hombre se apiadó de él y le pidió cuidar de su rebaño a cambio de un lugar para vivir y un módico sueldo. El anciano sabía que ser pastor era cosa de jóvenes y que aquel buen hombre tenía hijos de sobra para que hicieran ese trabajo así que se sintió profundamente agradecido por la oportunidad de ganarse la vida y accedió de inmediato.
Muriel aceptó la amistad a regañadientes, se sentía intranquila porque aquel anciano podría descubrir que eran brujas pero no dijo nada. Si eso era lo que su hermana necesitaba para reponerse de la pérdida de su familiar, una de las más difíciles para una bruja, lo permitiría aunque con cierta reserva. Además, ya estaba harta de pelear con su hermana, si podía evitar un pleito más lo haría. Herminia la felicitó por darle el beneficio de la duda y le aseguró que todo estaría bien de ahora en adelante.
La peculiar amistad entre Drusila y el anciano los ayudó a ambos, ella podía satisfacer su necesidad de convivir con alguien además de sus hermanas y él tenía un sinfín de relatos que estaba ávido por contar. La bruja escuchaba atentamente al viejo pastor que estaba agradecido por tener a alguien que conversara con él. El anciano había perdido la curiosidad desde hacía mucho y no tenía la lengua suelta de los jóvenes así que no le hacía preguntas personales a Drusila ni tampoco le contaba a nadie sobre ella. La bruja pasaba gran parte del día con el anciano y cuando llegaba a la cabaña por las noches no parecía tener interés por practicar conjuros y hechizos. Muriel terminó por reconocer que esa amistad funcionaba para todos.
Desgraciadamente, el tiempo parecía avanzar siempre más rápido para aquellos cercanos a Drusila y el día en que el anciano no se presentó a su cita habitual ella dudó por un momento en ir a buscarlo pero el afecto que le había tomado la impulsó a buscarlo, necesitaba saber si estaba bien. Cuando estuvo a unos pasos del granero donde su amigo solía dormir supo lo que había pasado, ni siquiera tuvo que cruzar la puerta. Su poder le mostró que el pobre hombre había fallecido mientras dormía. No sufrió, ni siquiera supo lo que sucedía hasta que su alma cruzó el umbral.
Esta nueva pérdida no le ocasionó tristeza, sólo alimentó aún más su ira. Drusila tenía el poder para desvanecer su alma dentro de su cuerpo y echar un vistazo al otro mundo para despedirse del anciano pero no lo hizo. Podía comunicarse con algún ser que caminara entre los fallecidos para un corto intercambio de existencias, sobraban almas queriendo caminar entre los vivos otra vez, aunque fuera por tiempo limitado. De esa manera podría convivir con su querido amigo fallecido pero tampoco lo hizo. Simplemente se dio medio vuelta y regresó a su casa. Ahora veía con más claridad que nunca de lo que se trataba reamente la vida y por primera vez en años sintió que todo tenía sentido.
Herminia la esperaba en la puerta con preocupación en la mirada pues había sentido la tristeza de su hermana a través del vínculo mágico que las unía. Sabía que Drusila estaba cayendo en un hoyo negro de desesperación y que podía ser peligroso. Cuando abrió sus brazos para recibir a su hermana en ellos y consolarla, ésta la apartó con un golpe. Herminia cayó al suelo y al levantar la mirada Drusila pareció crecer frente a sus ojos y cubrirla con su sombra. Tembló al sentir la furia que salía como bocanadas de humo a través de los poros de su piel. Comprendió que su hermana le quitaría no sólo el poco poder que aún le quedaba después de tantos años de reprimirlo sino que le arrebataría todo, sus sentimientos, sus pensamientos, su alma.
Muriel sintió desde la sala de estar lo que sucedía y corrió hasta sus hermanas, sabía que Herminia era débil y que jamás podría resistirse a Drusila. Llegó justo cuando se disponía a exprimir la energía de su hermana menor a través de sus ojos. El poder de Muriel estaba debilitado por tantos años en desuso pero logró reunir lo suficiente para lanzar a Herminia lejos del alcance de la bruja de su hermana.
Herminia voló por los aires impulsada por la desesperación de su hermana mayor, sintió en su cuerpo su angustia por protegerla pero también el temor que crecía en su corazón y ese sentimiento la elevó aún más, a una gran altura, fuera del alcance no sólo de Drusila sino también de Muriel, se estaba alejando a tal velocidad que pronto no podría llegar a ella. Herminia necesitaría magia para sobrevivir a la caída así que intentó calmarse mientras sentía el fuerte viento a su alrededor, sabía que pronto comenzaría a perder altura. Sería una dura caída pero confiaba en concentrar suficiente energía para no romperse todos los huesos del cuerpo al impactar contra el suelo.
Cerró los ojos e invocó su poder desde el interior y comenzó a descender pero justo cuando la magia debió empezar a ralentizar la caída sintió un fuerte tirón en la espalda seguido de una extraña sensación de vacío. Segundos antes de impactarse supo que Drusila lo había logrado, había tomado todo de ella, todo lo que tenía, todo lo que era, lo que alguna vez fue. Cuando el cuerpo de Herminia golpeó el suelo ya no quedaba nada más, como si nunca hubiera existido.
En la cabaña, Muriel gritó al sentir la muerte de su hermana como si un frío puñal le atravesara el pecho. Por unos segundos vio los ojos de Herminia dentro de los ojos de Drusila antes de perderse en el alma obscura de la bruja. En ese momento supo que había cometido un grave error al no haber sido más dura con Drusila y no haber sido capaz de evitar el que practicara la brujería durante todos esos años, ahora se había convertido en una bruja poderosa. Tanto así que había logrado robar la esencia de Herminia por completo, incluso a la distancia.
Muriel, por ser la mayor, poseía más poder que Drusila pero llevaba tanto tiempo reprimiendo su verdadera naturaleza que ya no era rival para su hermana. Había cometido un segundo error al no practicar durante todos esos años, se había vuelto débil. La locura en los ojos de Drusila era evidente y la energía que emanaba de ella era escalofriante, si no la detenía podía ser fatal, no sólo para ella sino para cualquiera que se cruzara en su camino. No podría ganarle, no en esa condición, la única opción que tenía era intentar contenerla hasta que pudiera ser fuerte otra vez, sólo así podría enfrentarla. Únicamente necesitaba encontrar el momento exacto para hacerlo.
Muriel gritó de dolor al sentir que su hermana intentaba robar su magia pero aún tenía fuerzas suficientes para repeler su ataque, aunque no sabía por cuánto tiempo. Drusila, al ver la resistencia de su hermana, comprendió que no sería una presa fácil, no como lo fue Herminia, y por un instante sintió temor al saberse superada por ella, por el momento. Corrió hacia el clóset de las escobas mientras le gritaba a Muriel que abriría la puerta para siempre, que jamás volvería a esconder lo que realmente era.
Esa era la oportunidad que Muriel estaba esperando, en cuanto Drusila abrió la puerta, reunió toda la magia que pudo y lanzó una llamarada de energía hacia su hermana obligándola a entrar al clóset. Platos y muebles volaron por toda la estancia y las cortinas se agitaron hasta terminar hechas jirones mientras Drusila luchaba en vano para salir del clóset. Sus desgarradores gritos alteraron a los gatos que hacía sólo unos minutos dormían plácidamente en distintas áreas de la cabaña pero en vez de alejarse de ahí corrieron directamente hacia el clóset y entraron en él. Muriel sintió que las fuerzas le fallaban pero no iba a darse por vencida, concentró todo su poder hasta que mandó a Drusila al fondo del clóset. Sintió un escalofrío al ver que se dibujaba una sonrisa en el rostro de su hermana antes de que se cerrara la puerta.
Muriel despertó en el suelo un tanto confundida, todo estaba en completo silencio, No había platos rotos en el suelo y los muebles estaban de vuelta en su lugar, las cortinas estaban completas y se agitaban ligeramente con la tibia brisa de la tarde. Se incorporó con dificultad, acercó una mano temblorosa al picaporte y abrió la puerta del clóset lentamente. Estaba vacío, completamente vacío. Muriel respiró aliviada antes de derramar una lágrima por la pérdida de sus hermanas, la muerte era parte de la vida y algún día, cuando fuera su turno, ella las alcanzaría en las tierras del verano. Caminó por la casa respirando la soledad a la que debería acostumbrarse ahora que no estaban ni Drusila ni Herminia para hacerle compañía.
Al pasar frente a la habitación de Drusila escuchó un ruido, abrió la puerta y olvidó respirar por unos segundos al ver una figura durmiendo plácidamente en la cama. Se acercó lentamente y antes de que pudiera mover el edredón notó que había un enorme gato negro durmiendo al lado de la misteriosa figura. Muriel dio unos pasos atrás completamente aterrorizada mientras Drusila se incorporaba para acariciar la franja blanca sobre el vientre del gato. Bruja y familiar la observaron a través de brillantes ojos amarillos mientras se relamían ante el poder que estaban por devorar.
Muriel supo que había cometido su tercer y último error, el que había de sellar su destino. Las escobas no fueron lo único que se guardó en ese clóset por tantos años sino su esencia misma. Todas aquellas veces que anheló practicar la magia, todos los impulsos reprimidos por realizar encantamientos y, sí, hasta todas las ocasiones en que ideó nuevos conjuros que nunca lanzó, todo ello fue a dar al clóset. Toda la magia, todo el poder, todo ello estuvo guardado junto a las escobas, empolvándose, esperando el momento para salir del clóset.



Cuentoscuros: Un hogar para siempre

Los invito a leer este cuento corto que se quedará con ustedes después de apagar las luces.


 Victoria miró a través de la ventana como si esperara encontrar algo diferente a lo que contemplaba a diario. La joven suspiró mientras se recriminaba a sí misma la insatisfacción que parecía sentir desde que contrajo matrimonio. Su posición privilegiada y la fortuna considerable de su familia le permitieron crecer protegida e ignorante del lado obscuro de la vida y ahora sentía que no estaba preparada para enfrentar la realidad. Victoria era un gran partido, no sólo por la excelente reputación de su familia sino por su gran belleza. Cuando llegó el momento de elegir entre todos sus pretendientes no tuvo reparo en que sus padres decidieran por ella.
El duque Forrest Weston no era precisamente el hombre con el que Victoria soñaba pero confiaba en el buen juicio de sus padres y anhelaba empezar su vida de casada. Incluso antes de que se anunciara formalmente el compromiso ya se veía encargándose de una casa, su propia casa, coordinando a la servidumbre, construyendo un hogar para su esposo y los hijos que esperaba llegaran muy pronto. Su prometido era diez años mayor que ella y poseía una reputación intachable, todos en Londres consideraron que serían una pareja perfecta.
Victoria y Weston se vieron sólo un par de veces antes de contraer matrimonio y aunque la joven lo encontró de carácter serio la conversación fue amena y nada en él le hizo pensar que fuera algo menos que un hombre honorable y decente que cuidaría bien de ella. El duque, por su parte, no estaba tan emocionado como ella ante el prospecto de contraer matrimonio pero era el último de los Weston y la fortuna familiar era considerable, tenía la obligación de producir un heredero.
A pesar de la gran belleza por la que Victoria era conocida, el duque la encontró simplemente agradable a la vista pero se sintió complacido al ver la disposición sumisa de la joven. Una mujer voluntariosa o que expresara abiertamente sus opiniones eventualmente desgastaría el matrimonio volviéndolo una carga. Necesitaba una esposa que se encargara de su hogar y que no le recriminara sus constantes viajes pues era lo que más placer traía a su vida. No tenía interés alguno en pasar largas temporadas en un mismo lugar.
La joven se permitió soñar en más de una ocasión con el momento en que conociera a su futuro esposo, idealmente sería guapo y galante aunque sabía que eso difícilmente sucedería pero no se desanimaba. Su madre le había explicado que no era usual enamorarse inmediatamente de un esposo, incluso era común ni siquiera encontrarlo atractivo, el amor vendría con el tiempo, con la convivencia diaria. Weston no era guapo en la manera tradicional pero tenía características que algunas mujeres considerarían fascinantes. Era varonil y su cuerpo no mostraba indicios de descuido o de vicios. Su rostro inspiraba confianza, se podía ver que era sincero.
Victoria se sentía afortunada pues conocía a un buen número de jóvenes que habían contraído nupcias con hombres horribles, de edades tan avanzadas que podrían ser sus padres o abuelos. Se les veía paseando por la ciudad aferradas a los brazos de esos ancianos esbozando enormes sonrisas fingidas. La joven no quería sufrir el mismo destino pero la alternativa era impensable, ser una solterona no era una opción. Sus padres hicieron lo correcto, le consiguieron un buen esposo y confiaban en que sería feliz al lado del duque.
La boda se celebró en la propiedad de Weston, un hermoso castillo al sur del condado de Somerset, cerca de Taunton. Victoria casi no podía creer que esa impresionante edificación sería su nuevo hogar. El castillo había pertenecido a la familia del duque por generaciones y aunque no era tan grande como los de la realeza tenía espacio de sobra para albergar a una familia numerosa y a las decenas de sirvientes que se requerían para mantener a la propiedad en forma. El gran número de habitaciones, las enormes distancias entre ellas y los amplios pasillos facilitaban el que se pudiera deambular por el castillo sin encontrarse con nadie más en todo el día. Sobre todo si se caminaba por los pasillos que conducían a las habitaciones más alejadas que no se habían ocupado en años.
La noche de bodas del matrimonio Weston fue un acto casi mecánico, sin grandes pasiones pero el duque fue considerado y atento con su nueva esposa. Eran dos desconocidos que en poco tiempo se habían visto obligados a vivir bajo el mismo techo sin tener realmente nada en común. El duque se esforzó para que Victoria se sintiera a gusto en el castillo, constantemente le recordaba que era la señora de la casa y que podía manejarla como quisiera. Los pequeños gestos que tenía con ella le hicieron sentir que empezaba a amarlo.
Los días transcurrieron sin novedad y la cordial relación entre los recién casados pronto se tornó aburrida y rutinaria. Por las noches Victoria cumplía con sus deberes conyugales esperando que en algún momento Weston empezara a mostrar más pasión pero cuando el acto terminaba y se retiraba a su habitación se sentía vacía. El duque era toda amabilidad pero no mostraba interés alguno en conocer realmente a su esposa, se aseguraba de que no le faltara nada y buscaba temas de interés para conversar pero todo era demasiado impersonal. La joven lloró toda la noche el día en que escuchó a la servidumbre cuchicheando sobre la inminente partida del duque en cuanto dejara encinta a su bella esposa.
Tristemente, lo que más parecían anhelar ambos se rehusaba en llegar, su sangrado menstrual se presentaba mes tras mes como un cruel recordatorio de su fracaso. El duque estaba desesperado por salir de Somerset, odiaba los días lluviosos en el campo y la manera en que el tiempo parecía transcurrir más lentamente. Ansiaba regresar a Londres, al bullicio de la ciudad, a sus amigos en los clubes y a las conversaciones estimulantes. Cuando le informó a su esposa sobre su próxima partida, argumentando citas que no podía cancelar, sintió un dejo de culpabilidad al ver la decepción en su rostro. Por un instante consideró invitarla, llevarla con él, pero no sería bien visto que una recién casada se anduviera paseando por la ciudad cuando aún debería estar acostumbrándose a su nueva posición en el hogar.
La desdichada Victoria fingió entereza pero Weston pudo ver lo mucho que le dolía que la dejara ahí. En un intento por alegrarla sugirió que redecorase el castillo, hacía mucho tiempo que el lugar no se veía beneficiado por el toque femenino y dijo que nada le complacería más que regresar y encontrar un verdadero hogar donde criar a sus futuros hijos. Sintiendo que había manejado la situación de la mejor manera procedió a darle a su esposa un casto beso en la frente y se despidió asegurando que regresaría en dos o tres semanas.
La joven, decidida a no decepcionar a su esposo, se dedicó día y noche a planear cada rincón del castillo. Habitaciones que habían permanecido cerradas bajo llave durante años se abrieron para que no hubiera espacio alguno sin decorar. Victoria exploró todo el castillo y le sorprendió agradablemente el hallazgo en la habitación ubicada en la torre más elevada. Bajo una gruesa capa de polvo encontró una buena cantidad de cuadros, tapices, esculturas y otros objetos decorativos. Algunos estaban mejor preservados que otros pero todos eran de un valor y belleza incalculables.
Victoria se entregó por completo a la laboriosa tarea de limpiarlos, restaurarlos y clasificarlos para elegir el mejor lugar dónde habría de colocarlos. Había suficientes cuadros y tapices para que ninguna pared quedara vacía. Relojes, bustos y artefactos adornarían repisas y mesas y todo tipo de esculturas darían nueva vida a los fríos pasillos del castillo. Los sirvientes ofrecieron asistirla en lo que necesitara pero Victoria declinó amablemente su ayuda, insistió en que era algo que debía hacer sola. Los sirvientes se alegraron al ver a la señora del castillo entretenida con la decoración en lugar de concentrarse en la ausencia de su esposo pero les preocupaba verla cargando cuadros enormes con pesados marcos de madera de una habitación a otra buscando el mejor lugar para exhibirlos. Victoria se empeñaba en arrastrar estatuas y artefactos de un lado a otro probando en las estancias y corredores pero nunca estaba satisfecha con la ubicación.
Cada vez era más difícil para los sirvientes respetar los deseos de su señora pues se la topaban por los pasillos haciendo un gran esfuerzo para transportar la pesada carga. Le insistieron una y otra vez que les permitiera ayudar pero la afabilidad con la que los rechazó en un principio ya empezaba a ser reemplazada con franca hostilidad por lo que ella consideraba una intromisión en su proyecto personal. La servidumbre confiaba en que cuando regresara el duque su esposa se tomaría un descanso o incluso olvidaría por completo tan ardua tarea.
A casi tres semanas de la partida de Weston su mujer recibió una carta en la que le notificaba que no le sería posible regresar en la fecha contemplada pues había negocios urgentes en la ciudad que requerían su atención. No dio más explicaciones sobre el retraso de su regreso y dijo que confiaba en no demorarse más de una o dos semanas más. Expresó su interés por la decoración del castillo y aseguró que le traía felicidad el pensar en lo hermoso que estaría su hogar cuando volvieran a verse y se despidió mandándole su amor.
La joven esposa estaba decepcionada por no tener al duque de regreso, extrañaba su compañía, no importaba que sus conversaciones no fueran tan amenas como se esperaría pero confiaba en que las noticias que trajera después de su viaje la entretendrían por algunos días. Victoria miró por la ventana, el verde intenso que se extendía hasta perderse de vista le recordó lo lejos que estaba de todo, nunca pensó que la vida en el campo pudiera ser tan solitaria.
Victoria sintió que la desesperación amenazaba por apoderarse de ella pero recordó las palabras de su madre diciéndole que una mujer jamás permitía que sus emociones la dominaran. Una joven respetable y de buena familia no se dejaba llevar por la frustración y el enojo. Una verdadera dama siempre sabía sacar lo mejor de todas las situaciones. Con la voz de su madre dentro de su cabeza se obligó a sonreír y a ver la demora de su esposo como una maravillosa oportunidad. En realidad, era un alivio contar con más tiempo para terminar su tarea pues el castillo aún no era lo que ella deseaba.
Lo mismo sucedía con su vida de casada, sabía que entre ellos no había un amor apasionado pero sentía en lo más profundo de su corazón que lo habría en cuanto él regresara y viera todo el esfuerzo y cariño con que había decorado el lugar. Reconocería el cuidado especial y la entrega con que había transformado el frío castillo en un cálido hogar. No la amaba como ella anhelaba pero sabía que lo haría un día, estaba segura. Y cuando eso sucediera no pensaría siquiera en alejarse otra vez.
Con este objetivo en mente, la joven se entregó aún más a su labor y la ya preocupada servidumbre se alarmó al notar que Victoria comenzaba a perder peso. Apenas tocaba la comida que le servían argumentando que no tenía apetito. Eventualmente dejó de bajar al comedor pues pasaba la mayor parte del día en la habitación de la torre planeando obsesivamente la decoración. El ama de llaves intentó hablar al respecto con ella y le externó su preocupación por su salud pero Victoria le restó importancia al asunto. Aseguró que una vez que terminara su trabajo todo regresaría a la normalidad.
La servidumbre no tuvo más remedio que aceptar lo que su señora decía y comenzaron a llevarle la comida a la torre con la esperanza de que por lo menos se alimentara mientras trabajaba. Algunas de las sirvientas se atrevieron a pedirle a Victoria que intentara comer un poco más pues las bandejas que recogían estaban casi intactas pero la joven esposa amenazó con retirarlas de sus puestos si insistían con esas críticas absurdas.
El tiempo transcurrió, día tras día, con la joven sumida en su obsesión y la servidumbre preocupada por su condición, les parecía que el día en que el duque debía regresar no llegaba suficientemente rápido. Sus esperanzas se desvanecieron cuando recibieron una misiva de Warren explicando que había sido invitado fuera de la ciudad por unos amigos de la familia y que sería descortés rechazarlos. No le sería posible regresar por el momento.
La historia se repetía semana tras semana con una nueva excusa que lo mantenía lejos de Somerset, lejos de su esposa. La joven Victoria se encerraba en la torre durante horas después de cada carta recibida y se podían escuchar sus sollozos a través de la pesada puerta de madera mientras el ama de llaves intentaba darle palabras de consuelo desde afuera, explicando que era común que el duque se ausentara por negocios pero que cuando regresaba se quedaba por largas temporadas.
Las señoras respetables no se entregaban a la melancolía por los pasillos de su hogar ni frente a la servidumbre así que Victoria se obligaba cada mañana a levantarse y a concentrarse nuevamente en su labor. El arrastre de cuadros y otras decoraciones era el único sonido en los pasillos del castillo. La joven ya ni siquiera pasaba tiempo en su habitación, ni en ningún otro lugar del castillo, si no era para probar cuadros en las paredes o esculturas en las repisas.
Era evidente que Victoria pasaba días enteros sin comer porque las bandejas eran retiradas sin haber sido tocadas siquiera y los sirvientes sospechaban que casi no dormía pues se le podía escuchar arrastrando cuadros a todas horas de la noche y hasta en la madrugada. La obsesión de la joven esposa y el alarmante descuido de su salud fueron demasiado para el ama de llaves quien se atrevió a mandar una carta al duque para informarle de la situación. Esperaba que comprendiera la gravedad del problema de su esposa y le rogaba que regresara lo más pronto posible para cuidar de ella.
Para sorpresa de todos, el duque, aunque expresó su preocupación, dijo que no era extraño que las recién casadas se esforzaran tanto por complacer a sus maridos que en ocasiones desatendieran su cuidado personal para procurar el bienestar de sus señores. Comprendía que tuviera reservas al respecto pero le aseguraba que todo estaría bien, que regresaría en una o dos semanas. Palabras con las que ya era costumbre terminar sus cartas.
El ama de llaves hizo otro intento por hablar con la solitaria mujer, le imploró que por lo menos comiera debidamente pero le sorprendió obtener como respuesta sólo gritos y regaños exigiéndole que no se metiera en lo que no le correspondía. Ella no fue la única en recibir sus duras palabras pues otros miembros de la servidumbre le rogaron que no descuidara su salud pero la conversación terminó cuando Victoria amenazó nuevamente con dejarlos sin trabajo. La amabilidad y buena disposición que en otra época caracterizaron a la joven habían desaparecido por completo. Se volvió huraña y retraída. Incluso su belleza parecía estarse desvaneciendo pues su piel se veía seca y su cabello perdió por completo su lustre. Las saludables curvas de mujer se marchitaron hasta quedarse casi en los huesos.
Nadie en el castillo se sorprendió al recibir una nueva carta del duque informando que sus asuntos no le permitían regresar en una fecha cercana. El ama de llaves tocó a la puerta de la habitación de la torre pero Victoria le gritó que se marchara y ordenó que tanto ella como el resto de la servidumbre se abstuvieran de dirigirle la palabra. Prohibió incluso que la vieran a los ojos si se la encontraban en los pasillos. De ahora en adelante, nadie tenía permitido interactuar con ella de ninguna manera y si se atrevían a desafiarla se aseguraría de que perdieran sus trabajos y de que ninguna casa respetable los contratara jamás.
El temor de perder su sustento fue suficiente para que aceptaran las extrañas condiciones impuestas por Victoria y debieron acostumbrarse a realizar sus labores diarias fingiendo que no veían a la frágil mujer caminando por todo el castillo. El ama de llaves continuó dejando bandejas con comida en la torre pues no se le había ordenado específicamente que no lo hiciera. Esperaba que el hambre eventualmente fuera insoportable y que la joven comenzara a alimentarse nuevamente.
De igual manera, seguía preparando por las noches la cama de la habitación que la joven llevaba semanas sin ocupar y colocando cambios de ropa limpia en el vestidor pero cada mañana que entraba y veía que todo estaba tal cual lo había dejado sentía una gran decepción. Pero no se daba por vencida, seguía intentando cuidar a la esposa del duque. La mayoría de las veces retiraba las bandejas intactas pero en más de una ocasión celebró encontrar un panecillo mordisqueado o una taza de té medio vacía. Lo tomó como una buena señal y confiaba en que esa pobre alimentación fuera suficiente para mantener a la desdichada mujer con vida hasta que su esposo regresara.
Con el tiempo era cada vez menos frecuente ver a Victoria durante el día, por breves instantes los sirvientes alcanzaban a verla parada mirando fijamente a una pared desnuda, seguramente pensando en el mejor cuadro para esa área. En ocasiones se escuchaban ruidos en los pasillos y podía distinguirse su sombra arrastrando alguna escultura hasta perderse de vista en la obscuridad de alguna habitación. La mujer parecía tener un sexto sentido para darse cuenta cuando estaba siendo observada y echaba a correr antes de que la servidumbre pudiera acercarse a ella.
Por las noches era cuando más se sentía su presencia pues se escuchaban todo tipo de ruidos provenientes de la habitación de la torre. Era desgarrador escuchar los fuertes sollozos seguidos del arrastre de pesados objetos pero el ama de llaves se sentía aliviada pues el estrépito significaba que Victoria seguía ahí. Aunque no imaginaba en qué condiciones.
El ama de llaves decidió que no se quedaría cruzada de brazos viendo como la mujer destruía su vida, ya no podía dejar que la situación continuara. Le escribió una carta al duque describiendo detalladamente la alarmante situación y le instó a regresar de inmediato o si no se vería obligada a recurrir a las autoridades quienes sin duda recluirían a su pobre esposa en alguna institución pues su fragilidad mental era evidente. Sabía que una amenaza así podía costarle el puesto pero no podía vivir consigo misma si no hacía algo al respecto. Confiaba en que el duque, enfrentado a la posibilidad de ser expuesto ante las autoridades por un descuido o de que su reputación pudiera verse mancillada por tener una esposa con una severa aflicción de ánimo, regresaría de inmediato.
Las desesperadas palabras del ama de llaves surtieron efecto. Warren finalmente se dio cuenta de lo egoísta e irresponsable que había sido. Había estado tan concentrado en su frustración por haberse visto obligado a contraer matrimonio que no había reparado en que su joven e inocente esposa estaba pasando por lo mismo. A fin de cuentas, ambos estaban en la misma situación pero ella era la única que se estaba esforzando por hacer de su unión un verdadero matrimonio. Se recriminó su comportamiento y se prometió a sí mismo que no volvería a menospreciar lo que tenía con Victoria.
Esa misma tarde partió hacia Somerset pero sus viajes lo habían llevado demasiado lejos como para llegar tan pronto como hubiera querido. La travesía le llevó varios días y cuando al fin llegó era de noche y el castillo estaba en completo silencio. Todo estaba en penumbra pero no le sorprendió, no esperaba que nadie estuviera ahí para recibirlo pues en su afán por regresar cuanto antes no se tomó el tiempo siquiera para enviar una misiva anunciando su llegada. No quiso despertar a la servidumbre, se convenció de que lo hacía por consideración pero en el fondo se sentía avergonzado de enfrentarlos. Temía que lo juzgaran, y con justa razón, por el terrible descuido de su esposa.
Su corazón dio un vuelco al encontrarse con la frágil figura de Victoria esperándolo al pie de la escalera en cuanto entró al castillo. No hubo necesidad de palabras, la tomó en sus brazos y no pudo evitar sollozar por lo cambiada que estaba. Su aspecto macilento aunado a la piel reseca y el cabello opaco evidenciaban lo enferma que estaba. Las antes rosadas mejillas no sólo habían perdido su color sino que estaban hundidas y enfatizaban aún más las ojeras que enmarcaban unos ojos sin brillo.
El duque se desplomó de rodillas mientras le pedía perdón por su abandono. Le rogó que le diera una segunda oportunidad y le aseguró que jamás volvería a dejarla. Victoria, comprensiva y cariñosa, lo tomó de la mano y lo instó a que se pusiera de pie. Con una débil sonrisa en el rostro lo llevó por todo el castillo mostrándole la decoración. Warren temió que la caminata fuera demasiado extenuante para su débil esposa pero la manera en que lo miraba mientras él contemplaba su obra, como si esperara su aprobación, le hizo ver la enorme dedicación de su trabajo y no se atrevió a arruinar el momento.
El duque estaba más que complacido con el trabajo de Victoria, los pasillos fríos y desnudos a los que él estaba acostumbrado estaban ahora llenos de colorido y calor de hogar. Warren se sintió orgulloso y conmovido por el cariño con que ella había creado un hogar para ambos. Felicitó a su joven esposa y elogió su buen gusto para después cargarla hasta su habitación donde hicieron el amor toda la noche. Susurró dulces palabras en su oído hasta que la frágil Victoria se durmió en sus brazos.
A la mañana siguiente Warren despertó con su esposa a su lado y se sintió verdaderamente feliz por primera vez en su vida. En ese momento supo que todo lo que necesitaba en su vida estaba dentro de ese castillo y juró que jamás volvería a descuidar a la joven mujer que había aguardado pacientemente a que él comprendiera lo mucho que lo amaba. Le dio un tierno beso en la cabeza y se levantó de la cama cuidadosamente para no despertarla. Tomó sus ropas y salió sigilosamente de la habitación procurando no hacer ruido, no quería despertarla pues debía estar fatigada. Además, quería sorprenderla con un abundante desayuno en la cama, bajo su cuidado recuperaría su salud. Le daría todo lo que ella siempre quiso y la amaría como merecía.
Los pensamientos de felicidad del duque se vieron interrumpidos cuando, camino a la cocina, se encontró con el rostro lóbrego del ama de llaves que rompió en llanto en cuanto estuvo frente a él. El duque intentó calmar a la alterada mujer pero no había manera de apaciguar los fuertes sollozos que terminaron por alertar al resto de la servidumbre. En segundos estuvieron todos reunidos frente a Warren, cabizbajos, expresando uno por uno sus condolencias.
El duque arremetió en insultos contra todos por el extraño recibimiento. Consideraba que le estaban jugando una broma de mal gusto ya que recientemente había visto a sus amigos más cercanos y convivido con sus conocidos y todos gozaban de excelente salud. El ama de llaves fue la única que se atrevió a mirar al alterado Warren a los ojos y pedirle que le permitiera explicarle lo sucedido. La mujer respiró profundo para controlar las lágrimas antes de proceder.
El día que el ama de llaves regresó del pueblo tras mandar la carta en la que le informaba al duque sobre la gravedad de la condición de su esposa ya no quiso esperar más. Decidió que entraría en la habitación de la torre y sacaría a la mujer de ahí aunque tuviera que arrastrarla, no le importaba que la amenazara ni que la odiara por eso, no cuando su vida estaba en riesgo. Pero se encontró con que la habitación estaba cerrada con llave y a pesar de que tocó la puerta insistentemente no hubo respuesta. Mandó llamar al cerrajero y, temiendo lo peor, también envió por el doctor.
Cuando se logró abrir la cerradura hicieron un triste descubrimiento, la joven mujer yacía muerta sobre una silla frente a uno de tantos cuadros recargados contra la pared. Sus ojos sin vida apuntaban en dirección al lienzo. La escena costumbrista del cuadro debió ser la última imagen que la desdichada Victoria vio antes de fallecer. El ama de llaves se desmayó por la impresión pero las sales de amoniaco que el doctor le suministró la ayudaron a recuperar el conocimiento.
Al ver nuevamente el cuerpo sin vida de la pobre mujer estuvo a punto de entrar en crisis otra vez pues se culpaba a sí misma por lo sucedido. Se recriminaba el no haber entrado en el cuarto esa misma mañana pero el doctor le explicó que no hubiera servido de nada pues a juzgar por las condiciones del cuerpo era evidente que la esposa del duque llevaba muerta ya varios días, quizás semanas. El ama de llaves le aclaró que eso no era posible pues la joven mujer nunca había dejado de caminar por los pasillos, incluso la habían visto un día antes en varias estancias y se escucharon ruidos dentro de la torre esa misma madrugada.
No está claro lo que el doctor pensó sobre las declaraciones del ama de llaves, quizás creyó que la histérica mujer intentaba justificar el obvio descuido de la salud de Victoria o que su mente femenina era incapaz de procesar el que la señora de la casa perdiera la vida mientras estaba bajo su responsabilidad. El doctor mandó llamar al resto de la servidumbre y le sorprendió escuchar que todos, de una u otra manera, tenían razones de sobra para asegurar que Victoria estaba viva hasta esa mañana.
El doctor consideró acusarlos de conspiración por ocultar un cadáver putrefacto en esa habitación pero las declaraciones de los sirvientes parecían sinceras y todos se veían claramente consternados por la muerte de su señora. El doctor no podía explicar lo sucedido pero estaba convencido de que, lo que fuera que haya pasado, no se había obrado de mala intención y no parecía haber ahí crimen alguno qué procesar. Siendo un hombre de ciencia, atribuyó los supuestos avistamientos de Victoria por los pasillos a simples trucos de luz y sombra que engañaron a los ojos de los cansados sirvientes. Culpó a las ratas de mordisquear los panecillos y de tomar el té de las bandejas que dejaban afuera de la habitación. Sin mayor problema dio su autorización para que se hicieran los arreglos funerarios.
Se intentó localizar al duque por todos los medios pero no fue posible contactarlo, no pudieron hacerle llegar ningún mensaje pues en su apuro por regresar al castillo nadie sabía qué caminos había tomado ni en qué hospederías se quedaría. Esperaron lo más que pudieron pero al final se vieron obligados a enterrar a la joven Victoria en el panteón familiar detrás del castillo. Asumieron que eso era lo que él hubiera querido.
Warren no daba crédito al extraño relato del ama de llaves, era claro que le estaba mintiendo pero ¿por qué? ¿Qué ganaba con todo esto? Miró a toda la servidumbre, la mayoría de los rostros lo habían acompañado desde pequeño y no imaginaba la razón que tendrían para inventar una historia tan cruel. El ama de llaves le juró que era verdad, le pidió salir a ver la tumba y si eso no era suficiente para él entonces mandarían llamar al doctor para que diera fe de lo sucedido.
El duque se enfureció por lo bien montada que tenían la farsa y los acusó a todos de mentirosos. Les dijo que él había visto con sus propios ojos a Victoria y que estaba tan viva como el día en que se marchó. El ama de llaves, horrorizada, le explicó que eso no podía ser posible pero el desesperado hombre insistió en la veracidad de sus palabras. Dejando de lado el pudor y el decoro, reveló incluso que había compartido el lecho con su esposa la noche anterior y que en estos momentos se encontraba dormida plácidamente en la habitación, si no es que su descanso había sido interrumpido por los regaños que se había visto obligado a proferir a su desleal servidumbre. Aseguró que su macabra broma les costaría el puesto y su reputación, él mismo se encargaría de verlos arruinados.
Los miembros de la servidumbre intercambiaron miradas incómodas entre ellos, ninguno se atrevió a hablar hasta que el más joven de ellos, el asistente del jardinero, se aventuró a sugerirle al duque que subiera por su esposa para que fuera ella misma quien los despidiera. Warren, enfurecido, corrió escaleras arriba mientras unos cuantos se atrevieron a seguirlo. El ama de llaves se adelantó a todos y al llegar encontró al duque parado bajo el marco de la puerta con la mirada perdida hacia el interior de la habitación.
La mujer se acercó lentamente y le preguntó qué sucedía pero el duque no contestó. Sólo estaba ahí, parado, sin moverse ni hablar. El ama de llaves intentó entrar a la habitación pero Warren bloqueaba el paso, estaba petrificado. Finalmente el mayordomo lo tomó por los hombros y con mucha delicadeza lo apartó para que el resto pudiera entrar. El horror se apoderó de todos los presentes al ver el cadáver putrefacto que yacía en la cama en una posición tan serena que en verdad parecía que dormía plácidamente. Si la descomposición del cuerpo no fuera tan evidente casi se podría creer que estaba vivo.
A pesar del lamentable aspecto del cadáver se podía ver que los restos eran de la difunta esposa del duque. Temiendo que la pobre mujer hubiera sido víctima de profanadores de tumbas algunos corrieron al panteón familiar esperando encontrar tierra removida o incluso el ataúd abierto. Para su asombro, la tierra estaba sin perturbar y las flores que se habían colocado el día anterior seguían ahí.
El temor que se había alojado en los corazones de la servidumbre desde el día en que el doctor aseguró la imposibilidad de haber visto a Victoria por los pasillos cuando ya estaba muerta provocó en ese instante que unos cuantos hombres tomaran unas palas y comenzaran a cavar. En su desesperación no tardaron mucho en llegar hasta el ataúd y abrirlo sólo para descubrir, horrorizados, que estaba vacío.
Los rumores en torno a lo sucedido fueron inevitables y pronto empezaron a circular todo tipo de versiones en los alrededores. La teoría más popular y aceptada entre los lugareños era que el duque no pudo soportar regresar a su hogar y descubrir que su adorada esposa estaba muerta y que, en un episodio de locura, desenterró su cadáver para yacer con ella. Había quiénes creían que Victoria, una esposa tan joven y hermosa, tuvo un amorío aprovechando la larga ausencia del duque y que había sido asesinada por su amante en un arranque de celos. Dijeron que su esposo profanó su tumba por no creerla digna de ser enterrada en el panteón familiar, por adúltera.
No había manera de saber lo que realmente sucedió pues todos los miembros de la servidumbre se rehusaron a comentar al respecto, incluso entre ellos. Guardaron silencio como si con ello pudieran borrar de sus vidas el inexplicable horror del que fueron testigos. Desde el momento en que Warren contempló el cadáver de su esposa en el lecho matrimonial esa fatídica mañana no volvió a pronunciar una sola palabra más. Ante las miradas compasivas de la servidumbre se mudó a la habitación de la torre. Pasaba sus días encerrado y sólo salía por las noches para deambular por los pasillos admirando la decoración que con tanto esmero su esposa eligió.
Las pesquisas oficiales por lo ocurrido concluyeron que no hubo crimen alguno y aunque hubo algunos que no quedaron satisfechos con las investigaciones no tuvieron más remedio que aceptar las declaraciones y eventualmente se fue perdiendo interés en la triste historia del duque y su esposa. La mayor parte de la servidumbre permaneció fiel a su empleador a pesar del excéntrico estilo de vida que había adoptado. El ama de llaves continuó dejando bandejas con comida afuera de la habitación de la torre, tal y como había hecho con Victoria en sus últimos días, pero ahora para el desdichado viudo. No le sorprendió encontrarlo muerto un par de años más tarde, en la misma silla en que su joven esposa falleció.
La propiedad fue vendida poco tiempo después y aunque el nuevo dueño ofreció mantener a la servidumbre en sus puestos ninguno de ellos aceptó quedarse. Al poco tiempo el castillo fue puesto en venta nuevamente, cambiando de manos muchas veces a través de los años. Los nuevos dueños daban todo tipo de argumentos para querer deshacerse de la propiedad, desde problemas de humedad hasta corrientes de aire e infestaciones en las bodegas.
Algunos pocos se atrevieron a decir, bajo la más estricta de las confidencias, que el verdadero problema era la decoración. Decían que era inútil colgar y descolgar cuadros y cambiar muebles y piezas decorativas de lugar porque a la mañana siguiente todo estaba nuevamente tal cual estaba el día en que llegaron. Hay quienes dicen que todavía se puede ver al duque y a su esposa por los pasillos, tomados del brazo, admirando la decoración que finalmente quedó terminada.



lunes, 16 de octubre de 2017

Deseo en las profundidades


La vida en Madora, una isla situada en el mar Egeo en el siglo XIX, transcurre pacíficamente para Kriszta, una joven que dedica sus días al trabajo y al cuidado de sus seres queridos. Ella se esfuerza por dejar atrás un pasado difícil pero la sospecha de que su familia oculta un terrible secreto la atormenta.

La joven encuentra alivio a sus penas en las aguas que rodean la isla pues desde pequeña se siente cautivada por la belleza del mar y los misterios que se ocultan en las profundidades. Su existencia solitaria cambia cuando conoce a Talio, un hombre carismático al que no parece importarle su pasado ni los convencionalismos.

Kriszta no tiene intenciones de enamorarse, sobre todo ahora que está tan cerca de descubrir la verdad sobre su familia. Teme dejar entrar a alguien en su corazón sólo para perderlo si las revelaciones confirman sus suposiciones. Lo que no imagina es que Talio guarda un secreto mayor a cualquier otro, uno que no sólo pondrá a prueba su amor sino que la hará cuestionar todo en lo que siempre ha creído.

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