miércoles, 18 de octubre de 2017

Cuentoscuros: En el clóset

No se pueden perder este cuento corto sobre los problemas que pueden surgir al ocultar lo que realmente son.


En lo alto de la colina se encontraba una modesta cabaña habitada por tres hermanas, todos en el pueblo sabían de su existencia pero nadie las conocía realmente pues rara vez bajaban al pueblo. Se les veía pocas veces al año, sólo en aquellas ocasiones en que se aventuraban a bajar desde la verde colina para comprar suficientes provisiones para pasar largas temporadas sin tener que abandonar la seguridad de su hogar.
A pesar de su extraña existencia nadie las juzgaba ni las cuestionaba pues las pocas veces en que trataban con ellas era evidente que su disposición era amable, aunque extremadamente reservada. Ninguna de las tres mujeres hablaba más de lo necesario con nadie, ninguna parecía interesada en los chismes del pueblo ni mucho menos parecía atraerles hacer amistad con nadie. Las tres se limitaban a hacer sus compras en el menor tiempo posible para regresar a la colina donde permanecerían aisladas de todo y de todos hasta la siguiente temporada.
Los niños del pueblo solían inventar todo tipo de historias sobre ellas y se divertían asustando a los más pequeños diciendo que eran malvadas brujas que volaban en sus escobas por las noches y que, si las provocaban, los devorarían enteros sin dudarlo. Algunos adultos se apresuraban a reprimir a los irrespetuosos muchachos, les explicaban que esas tres infortunadas debían llevar una vida muy difícil, solas, lejos de todo en esa colina. El que llevaran una vida tan diferente a lo que ellos conocían no las hacía brujas ni malvadas. Esos adultos no sabían lo que decían.
Muriel, la mayor de las tres hermanas, era serena y amable y aunque disfrutaba el estilo de vida que llevaba rara vez sonreía. Se sentía cómoda al estar lejos de todo y de todos. Sus hermanas eran lo único que quería como compañía. Nunca le agradó el convivir con nadie más, le preocupaba sobremanera lo observadoras y entrometidas que podían ser algunas personas. Siempre había sido cuidadosa para no despertar sospechas pero no dejaba de ser peligroso bajar al pueblo de vez en cuando. Era difícil para ella controlar la ansiedad que la embargaba al verse obligada a interactuar con otros cuando compraba provisiones. El angustiante sentimiento no la abandonaba hasta que estaba de regreso en la cabaña, sólo allí sentía que podía respirar libremente otra vez.
No era ningún secreto para ellas que en el pueblo eran vistas como tres solteronas sin habilidades sociales ni prospectos para el futuro. Y así era como Muriel quería que continuara la percepción. No le gustaban los problemas ni las habladurías y prefería que la subestimaran y la miraran con compasión a que la vieran por lo que era, por lo que las tres hermanas eran. Un escalofrío recorría su cuerpo al pensar en lo que podría suceder si alguien en el pueblo descubriera que había tres brujas viviendo en lo alto de la colina.
Sus hermanas la consideraban demasiado rígida, en ocasiones incluso se burlaban de ella por ser tan cuidadosa. Creían que sus precauciones eran exageradas pues el comportamiento de todas siempre había sido intachable, jamás habían dado pie a cuestionamientos sobre su pacífica existencia. Sin embargo, Muriel no permitía ni el más leve descuido, al ser la mayor sentía que tenía autoridad para imponerse y dictar cómo debían vivir. Su creciente preocupación la llevó al extremo de prohibir la práctica de la brujería, ninguna de las tres tenía permitido siquiera hablar de conjuros y hechizos.
Herminia, la menor, era sumisa y estaba resignada a vivir la vida que su hermana había elegido para ella. Hacía bromas sobre la preocupación de su hermana pero nunca llegaba al punto de irritarla realmente. No lo admitía abiertamente pero le temía a Muriel, sabía que era la más poderosa de las tres y no se atrevía a desafiarla. La imposición no le quitaba el sueño pues no le apasionaba ser bruja, no lo odiaba tampoco pero para ella su condición simplemente era algo con lo que había nacido, no lo eligió, sólo le tocó ser bruja. No sentía la necesidad de practicar a diario para ser feliz, se sentía satisfecha pasando sus días en la cabaña al lado de sus hermanas entregándose a su rutinaria vida.
Drusila, la del medio, no estaba nada conforme con la vida que llevaba. A diferencia de sus hermanas, a ella le encantaba ser bruja y le parecía que no había nada más emocionante que hacer conjuros y practicar en todo momento para mejorar sus habilidades. Drusila quería a sus hermanas pero estaba harta de la mediocridad de Herminia y el autoritarismo de Muriel. Seguía sus reglas en el pueblo pero en cuanto entraban a la cabaña la desafiaba abiertamente y practicaba la brujería fingiendo que no escuchaba a su hermana pidiéndole que se detuviera. Cuando Drusila se cansaba de los regaños de Muriel se retiraba a su habitación para seguir conjurando durante horas sin que la molestaran. En los días en que realmente quería fastidiar a su hermana mayor practicaba la brujería en la cocina, en la estancia, donde fuera que Muriel pudiera verla para ocasionarle un mayor disgusto. Si se sentía particularmente valiente salía de la cabaña y conjuraba bajo las estrellas.
A Drusila le gustaba ver qué tan lejos podía llevar su desobediencia y qué tanto podía presionar a Muriel. En ocasiones llegaban a los gritos pero en cuanto veía que las lágrimas asomaban en los ojos de Herminia, asustada por el pleito familiar, guardaba sus implementos de brujería y hacía las paces con Muriel. Eran hermanas y se querían, sólo se tenían las unas a las otras. A pesar de todo llevaban una existencia relativamente tranquila y cómoda y todas estaban conscientes de que el ocultar lo que eran les permitía seguir así.
Sin embargo, el precio a pagar por una vida libre de persecución le parecía demasiado elevado a Drusila, para ella era una carga el no poder ser abiertamente quien era, tenía grandes sueños pero sabía que mientras Muriel no cambiara de parecer y Herminia no tuviera el valor para tomar sus propias decisiones, jamás podría vivir como ella quería. Drusila no le deseaba ningún mal a sus hermanas, no quería herirlas, por el contrario, deseaba lo mejor para ellas y por eso aceptaba, hasta cierto punto, en lo que se había convertido su vida. Sabía que era la decisión correcta por el bien de las tres pero eso no llenaba el vacío que sentía por dentro.
Muriel sólo veía como Drusila parecía desafiarla cada vez más, cada nuevo día traía consigo una rebeldía mayor a la del día anterior y decidió que era momento de tomar medidas drásticas. Anunció que todas las escobas permanecerían encerradas en el clóset de blancos, aquellas herramientas de poder eran el símbolo máximo de la magia de las tres hermanas y, aunque parecía una disposición cruel, estaba convencida de que era lo mejor para evitar tentaciones.
Herminia no tuvo problema en acatar la orden de su hermana, fue la primera en colocar su escoba dentro del clóset y desde que lo hizo no se atrevió a volver a abrir la puerta. Drusila gritó y estrelló platos contra la pared pero al final se dio por vencida y entregó su escoba sintiendo que perdía una parte de su alma. La separación era demasiado dolorosa para ella por eso abría la puerta del clóset varias veces al día aunque fuera sólo para saludar a su querida escoba. No quería olvidar que su verdadera naturaleza era ser bruja y se sentía orgullosa de ello.
Allí, arrumbadas, las tres escobas mágicas se marchitaban día tras día reprimiendo energía con cada segundo que no eran utilizadas. Muriel sabía lo mucho que Drusila sufría por tener que reprimirse pero ella no tenía reparo alguno en negar lo que realmente eran y maldecía frente a la puerta del clóset cada vez que pasaba cerca para dejar claro lo mucho que odiaba su naturaleza. Drusila descubrió al poco tiempo que su hermana mayor extrañaba los conjuros también, quizás no tanto como ella pero los extrañaba, pues la vio asomarse al clóset en más de una ocasión y hablar con su escoba como suelen hacer las brujas con sus herramientas mágicas.
Muriel podía fingir todo lo que quisiera pero era obvio que a ella también le costaba trabajo reprimir a la bruja que tenía dentro. Drusila comprendió que su hermana compartía su sufrimiento pero que intentaba ser fuerte por el bien de todas y decidió no hacerle la vida tan difícil, seguiría practicando la brujería pero tendría cuidado de no hacerlo frente a sus hermanas. Herminia era la única que parecía no extrañar los conjuros y hechizos, ni siquiera miraba en dirección al clóset cuando caminaba por ahí.
El poder que se encontraba contenido en esas cuatro paredes era innegable, la energía se veía como una luz brillante saliendo por debajo de la puerta por las noches. La magia concentrada no dejaba espacio para nada más y con el tiempo el clóset de blancos se volvió únicamente el clóset de las escobas. Muriel y Herminia se negaban a hablar sobre ello pero Drusila les recordaba constantemente lo que ocultaban en el clóset.
Como era de esperarse, la calma duró poco tiempo, no era fácil vivir en una mentira y Drusila no pudo más, comenzó a quejarse amargamente diciendo que su verdadera naturaleza estaba atrapada en ese clóset y que mientras no se le permitiera salir de él no podría vivir realmente, que llevaría una existencia a medias. El resentimiento fue creciendo día con día hasta que le reclamó a Muriel el haberlas convertido en brujas de clóset. Explicó que su actitud era lo que no les permitía salir por esa puerta y que era una prisionera en su propio hogar. Las discusiones fueron creciendo y la convivencia diaria se tornó insoportable.
Muriel estaba empeñada en controlar la situación, seguía convencida de que sabía lo que era mejor para todas y constantemente se quejaba del poco apoyo que recibía de sus hermanas. Estaba harta de la actitud y los reproches de Drusila, no podía controlarla ella sola y Herminia no estaba haciendo nada por ayudarla, le complacía ver que la obedecía ciegamente pero le enfurecía el que no mostrara interés alguno en intentar disuadir a su hermana de abandonar la brujería.
Drusila ya había renunciado a intentar que su hermana mayor cambiara de parecer o que por lo menos fuera un poco más flexible y el mostrar desobediencia ya no era suficiente. Empezó a divertirse provocándola con comentarios y acciones que sabía le desagradaban. Así, cuando Muriel le reclamaba, ella le decía que si le molestaba algo que lo metiera al clóset de las escobas con el resto de todo lo que tanto la incomodaba. Palabras que sólo enfurecían más a Muriel pues había algo de cierto en ellas.
Irritar a Muriel estaba bien por un rato pero Drusila se sentía al borde del colapso y ya no sabía qué más hacer. Estaba enojada no sólo con su hermana mayor sino con Herminia, le molestaba ver que no era capaz de defenderse, ni siquiera de formar una opinión y mucho menos de expresarla. Se sentía realmente atrapada en ese clóset, empolvándose tras la puerta sin esperanzas de vivir su vida abiertamente. Lo único que le quedaba a Drusila y le daba fuerzas para soportar la falsedad que era su vida era Raziel. Un hermoso gato negro con una franja blanca que partía de la parte inferior de su boca y recorría todo su vientre y a lo largo de su cola. Drusila lo cuidaba, alimentaba y mimaba, quizás en demasía. Raziel le correspondía haciéndole compañía y aportando energía a sus conjuros y encantamientos. Eso lo convertía en su familiar, el compañero especial que llega a la vida de todas las brujas.
Drusila era la única de las tres hermanas que conservaba a su familiar pues los de sus hermanas se habían marchado hacía ya tiempo, desde que dejaron de lado la brujería. Algunos gatos iban y venían, todos ellos eran bienvenidos en la cabaña, los alimentaban y cuidaban por el tiempo que eligieran estar en el hogar de las hermanas pero ninguno desarrolló una relación tan estrecha como para ser el familiar de alguna de ellas. Muriel evitaba apegarse a los gatos porque no quería que nada le recordara que era bruja y Herminia temía hacerlo porque su hermana podría tomarlo como una afronta. Raziel era un testimonio más de la rebeldía de Drusila.
Las brujas de clóset continuaron con sus falsas vidas, escondidas del mundo en aquella cabaña hasta que era momento de bajar al pueblo por provisiones. Allí, entre la gente, fingían que sus vidas eran tan comunes y corrientes como las de los pueblerinos. Los años transcurrieron lentamente y con ellos llegó el inevitable fallecimiento de Raziel. El familiar murió en los brazos de Drusila. Ella lo sostuvo durante horas aguardando pacientemente a que el último vestigio de su alma se desvaneciera. Después de que encomendó su alma a la Señora protectora de los gatos y depositó su cuerpo inanimado en la tierra, a la que todos debemos regresar, se entregó a una tristeza absoluta que duró semanas. Lo único que la ayudó a seguir fueron los encantamientos que le permitieron caminar con un pie en cada mundo para asegurarse de que Raziel llegara con bien al valle de los gatos.
La pena fue tan grande para Drusila que Muriel ni siquiera le recriminó el que utilizara la magia para acompañar a su querido Raziel a su destino final. Sus hermanas estaban muy preocupadas por ella, intentaron animarla y la cuidaron tanto como Drusila les permitió pues no le agradaba mostrar su lado vulnerable. Tanto Herminia como Muriel sintieron que la pérdida había desatado una obscuridad que comenzaba a crecer dentro de su hermana, amenazando con salir en cualquier momento pero, debido a la prohibición, ninguna comentó nada al respecto. Ambas confiaban en que la obscuridad se alejaría tras el periodo de duelo.
Eventualmente Drusila salió de su depresión y poco a poco fue retomando su rutina. Muriel supo que su hermana estaba recuperándose cuando comenzó a desafiarla nuevamente y a burlarse de sus regaños. Se alegró al ver la tranquilidad que parecía haber regresado a los ojos de su hermana e intuyó que había algún motivo detrás de su cambiado estado de ánimo. Mandó a Herminia a que espiara a Drusila y lo que le reportó la dejó muy inquieta. Se enteró que Drusila había entablado amistad con un viejo pastor que conoció un día en que salió a buscar hierbas curativas. No era común encontrarse con personas tan cerca de la cabaña y Muriel sospechó de inmediato de las intenciones de ese hombre.
Muriel interrogó a Drusila y ella le explicó que no había nada de qué preocuparse, que era sólo un anciano inofensivo, un hombre bueno que había tenido el infortunio de perder a todos sus seres queridos. No tenía a nadie que pudiera ocuparse de él pero, no queriendo ser una carga, buscó la manera de ganarse su sustento a pesar de que era demasiado débil para los trabajos que se requerían en el pueblo. Un hombre se apiadó de él y le pidió cuidar de su rebaño a cambio de un lugar para vivir y un módico sueldo. El anciano sabía que ser pastor era cosa de jóvenes y que aquel buen hombre tenía hijos de sobra para que hicieran ese trabajo así que se sintió profundamente agradecido por la oportunidad de ganarse la vida y accedió de inmediato.
Muriel aceptó la amistad a regañadientes, se sentía intranquila porque aquel anciano podría descubrir que eran brujas pero no dijo nada. Si eso era lo que su hermana necesitaba para reponerse de la pérdida de su familiar, una de las más difíciles para una bruja, lo permitiría aunque con cierta reserva. Además, ya estaba harta de pelear con su hermana, si podía evitar un pleito más lo haría. Herminia la felicitó por darle el beneficio de la duda y le aseguró que todo estaría bien de ahora en adelante.
La peculiar amistad entre Drusila y el anciano los ayudó a ambos, ella podía satisfacer su necesidad de convivir con alguien además de sus hermanas y él tenía un sinfín de relatos que estaba ávido por contar. La bruja escuchaba atentamente al viejo pastor que estaba agradecido por tener a alguien que conversara con él. El anciano había perdido la curiosidad desde hacía mucho y no tenía la lengua suelta de los jóvenes así que no le hacía preguntas personales a Drusila ni tampoco le contaba a nadie sobre ella. La bruja pasaba gran parte del día con el anciano y cuando llegaba a la cabaña por las noches no parecía tener interés por practicar conjuros y hechizos. Muriel terminó por reconocer que esa amistad funcionaba para todos.
Desgraciadamente, el tiempo parecía avanzar siempre más rápido para aquellos cercanos a Drusila y el día en que el anciano no se presentó a su cita habitual ella dudó por un momento en ir a buscarlo pero el afecto que le había tomado la impulsó a buscarlo, necesitaba saber si estaba bien. Cuando estuvo a unos pasos del granero donde su amigo solía dormir supo lo que había pasado, ni siquiera tuvo que cruzar la puerta. Su poder le mostró que el pobre hombre había fallecido mientras dormía. No sufrió, ni siquiera supo lo que sucedía hasta que su alma cruzó el umbral.
Esta nueva pérdida no le ocasionó tristeza, sólo alimentó aún más su ira. Drusila tenía el poder para desvanecer su alma dentro de su cuerpo y echar un vistazo al otro mundo para despedirse del anciano pero no lo hizo. Podía comunicarse con algún ser que caminara entre los fallecidos para un corto intercambio de existencias, sobraban almas queriendo caminar entre los vivos otra vez, aunque fuera por tiempo limitado. De esa manera podría convivir con su querido amigo fallecido pero tampoco lo hizo. Simplemente se dio medio vuelta y regresó a su casa. Ahora veía con más claridad que nunca de lo que se trataba reamente la vida y por primera vez en años sintió que todo tenía sentido.
Herminia la esperaba en la puerta con preocupación en la mirada pues había sentido la tristeza de su hermana a través del vínculo mágico que las unía. Sabía que Drusila estaba cayendo en un hoyo negro de desesperación y que podía ser peligroso. Cuando abrió sus brazos para recibir a su hermana en ellos y consolarla, ésta la apartó con un golpe. Herminia cayó al suelo y al levantar la mirada Drusila pareció crecer frente a sus ojos y cubrirla con su sombra. Tembló al sentir la furia que salía como bocanadas de humo a través de los poros de su piel. Comprendió que su hermana le quitaría no sólo el poco poder que aún le quedaba después de tantos años de reprimirlo sino que le arrebataría todo, sus sentimientos, sus pensamientos, su alma.
Muriel sintió desde la sala de estar lo que sucedía y corrió hasta sus hermanas, sabía que Herminia era débil y que jamás podría resistirse a Drusila. Llegó justo cuando se disponía a exprimir la energía de su hermana menor a través de sus ojos. El poder de Muriel estaba debilitado por tantos años en desuso pero logró reunir lo suficiente para lanzar a Herminia lejos del alcance de la bruja de su hermana.
Herminia voló por los aires impulsada por la desesperación de su hermana mayor, sintió en su cuerpo su angustia por protegerla pero también el temor que crecía en su corazón y ese sentimiento la elevó aún más, a una gran altura, fuera del alcance no sólo de Drusila sino también de Muriel, se estaba alejando a tal velocidad que pronto no podría llegar a ella. Herminia necesitaría magia para sobrevivir a la caída así que intentó calmarse mientras sentía el fuerte viento a su alrededor, sabía que pronto comenzaría a perder altura. Sería una dura caída pero confiaba en concentrar suficiente energía para no romperse todos los huesos del cuerpo al impactar contra el suelo.
Cerró los ojos e invocó su poder desde el interior y comenzó a descender pero justo cuando la magia debió empezar a ralentizar la caída sintió un fuerte tirón en la espalda seguido de una extraña sensación de vacío. Segundos antes de impactarse supo que Drusila lo había logrado, había tomado todo de ella, todo lo que tenía, todo lo que era, lo que alguna vez fue. Cuando el cuerpo de Herminia golpeó el suelo ya no quedaba nada más, como si nunca hubiera existido.
En la cabaña, Muriel gritó al sentir la muerte de su hermana como si un frío puñal le atravesara el pecho. Por unos segundos vio los ojos de Herminia dentro de los ojos de Drusila antes de perderse en el alma obscura de la bruja. En ese momento supo que había cometido un grave error al no haber sido más dura con Drusila y no haber sido capaz de evitar el que practicara la brujería durante todos esos años, ahora se había convertido en una bruja poderosa. Tanto así que había logrado robar la esencia de Herminia por completo, incluso a la distancia.
Muriel, por ser la mayor, poseía más poder que Drusila pero llevaba tanto tiempo reprimiendo su verdadera naturaleza que ya no era rival para su hermana. Había cometido un segundo error al no practicar durante todos esos años, se había vuelto débil. La locura en los ojos de Drusila era evidente y la energía que emanaba de ella era escalofriante, si no la detenía podía ser fatal, no sólo para ella sino para cualquiera que se cruzara en su camino. No podría ganarle, no en esa condición, la única opción que tenía era intentar contenerla hasta que pudiera ser fuerte otra vez, sólo así podría enfrentarla. Únicamente necesitaba encontrar el momento exacto para hacerlo.
Muriel gritó de dolor al sentir que su hermana intentaba robar su magia pero aún tenía fuerzas suficientes para repeler su ataque, aunque no sabía por cuánto tiempo. Drusila, al ver la resistencia de su hermana, comprendió que no sería una presa fácil, no como lo fue Herminia, y por un instante sintió temor al saberse superada por ella, por el momento. Corrió hacia el clóset de las escobas mientras le gritaba a Muriel que abriría la puerta para siempre, que jamás volvería a esconder lo que realmente era.
Esa era la oportunidad que Muriel estaba esperando, en cuanto Drusila abrió la puerta, reunió toda la magia que pudo y lanzó una llamarada de energía hacia su hermana obligándola a entrar al clóset. Platos y muebles volaron por toda la estancia y las cortinas se agitaron hasta terminar hechas jirones mientras Drusila luchaba en vano para salir del clóset. Sus desgarradores gritos alteraron a los gatos que hacía sólo unos minutos dormían plácidamente en distintas áreas de la cabaña pero en vez de alejarse de ahí corrieron directamente hacia el clóset y entraron en él. Muriel sintió que las fuerzas le fallaban pero no iba a darse por vencida, concentró todo su poder hasta que mandó a Drusila al fondo del clóset. Sintió un escalofrío al ver que se dibujaba una sonrisa en el rostro de su hermana antes de que se cerrara la puerta.
Muriel despertó en el suelo un tanto confundida, todo estaba en completo silencio, No había platos rotos en el suelo y los muebles estaban de vuelta en su lugar, las cortinas estaban completas y se agitaban ligeramente con la tibia brisa de la tarde. Se incorporó con dificultad, acercó una mano temblorosa al picaporte y abrió la puerta del clóset lentamente. Estaba vacío, completamente vacío. Muriel respiró aliviada antes de derramar una lágrima por la pérdida de sus hermanas, la muerte era parte de la vida y algún día, cuando fuera su turno, ella las alcanzaría en las tierras del verano. Caminó por la casa respirando la soledad a la que debería acostumbrarse ahora que no estaban ni Drusila ni Herminia para hacerle compañía.
Al pasar frente a la habitación de Drusila escuchó un ruido, abrió la puerta y olvidó respirar por unos segundos al ver una figura durmiendo plácidamente en la cama. Se acercó lentamente y antes de que pudiera mover el edredón notó que había un enorme gato negro durmiendo al lado de la misteriosa figura. Muriel dio unos pasos atrás completamente aterrorizada mientras Drusila se incorporaba para acariciar la franja blanca sobre el vientre del gato. Bruja y familiar la observaron a través de brillantes ojos amarillos mientras se relamían ante el poder que estaban por devorar.
Muriel supo que había cometido su tercer y último error, el que había de sellar su destino. Las escobas no fueron lo único que se guardó en ese clóset por tantos años sino su esencia misma. Todas aquellas veces que anheló practicar la magia, todos los impulsos reprimidos por realizar encantamientos y, sí, hasta todas las ocasiones en que ideó nuevos conjuros que nunca lanzó, todo ello fue a dar al clóset. Toda la magia, todo el poder, todo ello estuvo guardado junto a las escobas, empolvándose, esperando el momento para salir del clóset.



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