Los invito a leer este cuento corto que se quedará con ustedes después de apagar las luces.
Victoria miró a través de la ventana
como si esperara encontrar algo diferente a lo que contemplaba a diario. La
joven suspiró mientras se recriminaba a sí misma la insatisfacción que parecía
sentir desde que contrajo matrimonio. Su posición privilegiada y la fortuna
considerable de su familia le permitieron crecer protegida e ignorante del lado
obscuro de la vida y ahora sentía que no estaba preparada para enfrentar la
realidad. Victoria era un gran partido, no sólo por la excelente reputación de
su familia sino por su gran belleza. Cuando llegó el momento de elegir entre
todos sus pretendientes no tuvo reparo en que sus padres decidieran por ella.
El duque Forrest Weston no era
precisamente el hombre con el que Victoria soñaba pero confiaba en el buen
juicio de sus padres y anhelaba empezar su vida de casada. Incluso antes de que
se anunciara formalmente el compromiso ya se veía encargándose de una casa, su
propia casa, coordinando a la servidumbre, construyendo un hogar para su esposo
y los hijos que esperaba llegaran muy pronto. Su prometido era diez años mayor
que ella y poseía una reputación intachable, todos en Londres consideraron que
serían una pareja perfecta.
Victoria y Weston se vieron sólo un
par de veces antes de contraer matrimonio y aunque la joven lo encontró de
carácter serio la conversación fue amena y nada en él le hizo pensar que fuera
algo menos que un hombre honorable y decente que cuidaría bien de ella. El
duque, por su parte, no estaba tan emocionado como ella ante el prospecto de
contraer matrimonio pero era el último de los Weston y la fortuna familiar era
considerable, tenía la obligación de producir un heredero.
A pesar de la gran belleza por la que
Victoria era conocida, el duque la encontró simplemente agradable a la vista
pero se sintió complacido al ver la disposición sumisa de la joven. Una mujer
voluntariosa o que expresara abiertamente sus opiniones eventualmente
desgastaría el matrimonio volviéndolo una carga. Necesitaba una esposa que se
encargara de su hogar y que no le recriminara sus constantes viajes pues era lo
que más placer traía a su vida. No tenía interés alguno en pasar largas
temporadas en un mismo lugar.
La joven se permitió soñar en más de
una ocasión con el momento en que conociera a su futuro esposo, idealmente sería
guapo y galante aunque sabía que eso difícilmente sucedería pero no se
desanimaba. Su madre le había explicado que no era usual enamorarse
inmediatamente de un esposo, incluso era común ni siquiera encontrarlo
atractivo, el amor vendría con el tiempo, con la convivencia diaria. Weston no
era guapo en la manera tradicional pero tenía características que algunas
mujeres considerarían fascinantes. Era varonil y su cuerpo no mostraba indicios
de descuido o de vicios. Su rostro inspiraba confianza, se podía ver que era
sincero.
Victoria se sentía afortunada pues
conocía a un buen número de jóvenes que habían contraído nupcias con hombres
horribles, de edades tan avanzadas que podrían ser sus padres o abuelos. Se les
veía paseando por la ciudad aferradas a los brazos de esos ancianos esbozando
enormes sonrisas fingidas. La joven no quería sufrir el mismo destino pero la
alternativa era impensable, ser una solterona no era una opción. Sus padres
hicieron lo correcto, le consiguieron un buen esposo y confiaban en que sería
feliz al lado del duque.
La boda se celebró en la propiedad de
Weston, un hermoso castillo al sur del condado de Somerset, cerca de Taunton. Victoria
casi no podía creer que esa impresionante edificación sería su nuevo hogar. El
castillo había pertenecido a la familia del duque por generaciones y aunque no
era tan grande como los de la realeza tenía espacio de sobra para albergar a
una familia numerosa y a las decenas de sirvientes que se requerían para
mantener a la propiedad en forma. El gran número de habitaciones, las enormes
distancias entre ellas y los amplios pasillos facilitaban el que se pudiera
deambular por el castillo sin encontrarse con nadie más en todo el día. Sobre
todo si se caminaba por los pasillos que conducían a las habitaciones más
alejadas que no se habían ocupado en años.
La noche de bodas del matrimonio
Weston fue un acto casi mecánico, sin grandes pasiones pero el duque fue
considerado y atento con su nueva esposa. Eran dos desconocidos que en poco
tiempo se habían visto obligados a vivir bajo el mismo techo sin tener
realmente nada en común. El duque se esforzó para que Victoria se sintiera a
gusto en el castillo, constantemente le recordaba que era la señora de la casa
y que podía manejarla como quisiera. Los pequeños gestos que tenía con ella le
hicieron sentir que empezaba a amarlo.
Los días transcurrieron sin novedad y
la cordial relación entre los recién casados pronto se tornó aburrida y
rutinaria. Por las noches Victoria cumplía con sus deberes conyugales esperando
que en algún momento Weston empezara a mostrar más pasión pero cuando el acto terminaba
y se retiraba a su habitación se sentía vacía. El duque era toda amabilidad
pero no mostraba interés alguno en conocer realmente a su esposa, se aseguraba de
que no le faltara nada y buscaba temas de interés para conversar pero todo era
demasiado impersonal. La joven lloró toda la noche el día en que escuchó a la
servidumbre cuchicheando sobre la inminente partida del duque en cuanto dejara
encinta a su bella esposa.
Tristemente, lo que más parecían
anhelar ambos se rehusaba en llegar, su sangrado menstrual se presentaba mes
tras mes como un cruel recordatorio de su fracaso. El duque estaba desesperado
por salir de Somerset, odiaba los días lluviosos en el campo y la manera en que
el tiempo parecía transcurrir más lentamente. Ansiaba regresar a Londres, al
bullicio de la ciudad, a sus amigos en los clubes y a las conversaciones
estimulantes. Cuando le informó a su esposa sobre su próxima partida,
argumentando citas que no podía cancelar, sintió un dejo de culpabilidad al ver
la decepción en su rostro. Por un instante consideró invitarla, llevarla con él,
pero no sería bien visto que una recién casada se anduviera paseando por la
ciudad cuando aún debería estar acostumbrándose a su nueva posición en el
hogar.
La desdichada Victoria fingió
entereza pero Weston pudo ver lo mucho que le dolía que la dejara ahí. En un
intento por alegrarla sugirió que redecorase el castillo, hacía mucho tiempo
que el lugar no se veía beneficiado por el toque femenino y dijo que nada le
complacería más que regresar y encontrar un verdadero hogar donde criar a sus
futuros hijos. Sintiendo que había manejado la situación de la mejor manera
procedió a darle a su esposa un casto beso en la frente y se despidió
asegurando que regresaría en dos o tres semanas.
La joven, decidida a no decepcionar a
su esposo, se dedicó día y noche a planear cada rincón del castillo.
Habitaciones que habían permanecido cerradas bajo llave durante años se
abrieron para que no hubiera espacio alguno sin decorar. Victoria exploró todo
el castillo y le sorprendió agradablemente el hallazgo en la habitación ubicada
en la torre más elevada. Bajo una gruesa capa de polvo encontró una buena
cantidad de cuadros, tapices, esculturas y otros objetos decorativos. Algunos
estaban mejor preservados que otros pero todos eran de un valor y belleza
incalculables.
Victoria se entregó por completo a la
laboriosa tarea de limpiarlos, restaurarlos y clasificarlos para elegir el
mejor lugar dónde habría de colocarlos. Había suficientes cuadros y tapices
para que ninguna pared quedara vacía. Relojes, bustos y artefactos adornarían
repisas y mesas y todo tipo de esculturas darían nueva vida a los fríos
pasillos del castillo. Los sirvientes ofrecieron asistirla en lo que necesitara
pero Victoria declinó amablemente su ayuda, insistió en que era algo que debía
hacer sola. Los sirvientes se alegraron al ver a la señora del castillo
entretenida con la decoración en lugar de concentrarse en la ausencia de su esposo
pero les preocupaba verla cargando cuadros enormes con pesados marcos de madera
de una habitación a otra buscando el mejor lugar para exhibirlos. Victoria se
empeñaba en arrastrar estatuas y artefactos de un lado a otro probando en las
estancias y corredores pero nunca estaba satisfecha con la ubicación.
Cada vez era más difícil para los
sirvientes respetar los deseos de su señora pues se la topaban por los pasillos
haciendo un gran esfuerzo para transportar la pesada carga. Le insistieron una
y otra vez que les permitiera ayudar pero la afabilidad con la que los rechazó
en un principio ya empezaba a ser reemplazada con franca hostilidad por lo que
ella consideraba una intromisión en su proyecto personal. La servidumbre
confiaba en que cuando regresara el duque su esposa se tomaría un descanso o
incluso olvidaría por completo tan ardua tarea.
A casi tres semanas de la partida de
Weston su mujer recibió una carta en la que le notificaba que no le sería
posible regresar en la fecha contemplada pues había negocios urgentes en la
ciudad que requerían su atención. No dio más explicaciones sobre el retraso de
su regreso y dijo que confiaba en no demorarse más de una o dos semanas más.
Expresó su interés por la decoración del castillo y aseguró que le traía felicidad
el pensar en lo hermoso que estaría su hogar cuando volvieran a verse y se
despidió mandándole su amor.
La joven esposa estaba decepcionada
por no tener al duque de regreso, extrañaba su compañía, no importaba que sus
conversaciones no fueran tan amenas como se esperaría pero confiaba en que las
noticias que trajera después de su viaje la entretendrían por algunos días.
Victoria miró por la ventana, el verde intenso que se extendía hasta perderse
de vista le recordó lo lejos que estaba de todo, nunca pensó que la vida en el
campo pudiera ser tan solitaria.
Victoria sintió que la desesperación
amenazaba por apoderarse de ella pero recordó las palabras de su madre
diciéndole que una mujer jamás permitía que sus emociones la dominaran. Una
joven respetable y de buena familia no se dejaba llevar por la frustración y el
enojo. Una verdadera dama siempre sabía sacar lo mejor de todas las
situaciones. Con la voz de su madre dentro de su cabeza se obligó a sonreír y a
ver la demora de su esposo como una maravillosa oportunidad. En realidad, era
un alivio contar con más tiempo para terminar su tarea pues el castillo aún no
era lo que ella deseaba.
Lo mismo sucedía con su vida de
casada, sabía que entre ellos no había un amor apasionado pero sentía en lo más
profundo de su corazón que lo habría en cuanto él regresara y viera todo el
esfuerzo y cariño con que había decorado el lugar. Reconocería el cuidado
especial y la entrega con que había transformado el frío castillo en un cálido
hogar. No la amaba como ella anhelaba pero sabía que lo haría un día, estaba
segura. Y cuando eso sucediera no pensaría siquiera en alejarse otra vez.
Con este objetivo en mente, la joven
se entregó aún más a su labor y la ya preocupada servidumbre se alarmó al notar
que Victoria comenzaba a perder peso. Apenas tocaba la comida que le servían
argumentando que no tenía apetito. Eventualmente dejó de bajar al comedor pues
pasaba la mayor parte del día en la habitación de la torre planeando
obsesivamente la decoración. El ama de llaves intentó hablar al respecto con
ella y le externó su preocupación por su salud pero Victoria le restó
importancia al asunto. Aseguró que una vez que terminara su trabajo todo
regresaría a la normalidad.
La servidumbre no tuvo más remedio
que aceptar lo que su señora decía y comenzaron a llevarle la comida a la torre
con la esperanza de que por lo menos se alimentara mientras trabajaba. Algunas
de las sirvientas se atrevieron a pedirle a Victoria que intentara comer un
poco más pues las bandejas que recogían estaban casi intactas pero la joven
esposa amenazó con retirarlas de sus puestos si insistían con esas críticas
absurdas.
El tiempo transcurrió, día tras día,
con la joven sumida en su obsesión y la servidumbre preocupada por su
condición, les parecía que el día en que el duque debía regresar no llegaba
suficientemente rápido. Sus esperanzas se desvanecieron cuando recibieron una
misiva de Warren explicando que había sido invitado fuera de la ciudad por unos
amigos de la familia y que sería descortés rechazarlos. No le sería posible
regresar por el momento.
La historia se repetía semana tras
semana con una nueva excusa que lo mantenía lejos de Somerset, lejos de su
esposa. La joven Victoria se encerraba en la torre durante horas después de
cada carta recibida y se podían escuchar sus sollozos a través de la pesada
puerta de madera mientras el ama de llaves intentaba darle palabras de consuelo
desde afuera, explicando que era común que el duque se ausentara por negocios
pero que cuando regresaba se quedaba por largas temporadas.
Las señoras respetables no se
entregaban a la melancolía por los pasillos de su hogar ni frente a la
servidumbre así que Victoria se obligaba cada mañana a levantarse y a
concentrarse nuevamente en su labor. El arrastre de cuadros y otras
decoraciones era el único sonido en los pasillos del castillo. La joven ya ni
siquiera pasaba tiempo en su habitación, ni en ningún otro lugar del castillo,
si no era para probar cuadros en las paredes o esculturas en las repisas.
Era evidente que Victoria pasaba días
enteros sin comer porque las bandejas eran retiradas sin haber sido tocadas
siquiera y los sirvientes sospechaban que casi no dormía pues se le podía
escuchar arrastrando cuadros a todas horas de la noche y hasta en la madrugada.
La obsesión de la joven esposa y el alarmante descuido de su salud fueron
demasiado para el ama de llaves quien se atrevió a mandar una carta al duque
para informarle de la situación. Esperaba que comprendiera la gravedad del
problema de su esposa y le rogaba que regresara lo más pronto posible para
cuidar de ella.
Para sorpresa de todos, el duque,
aunque expresó su preocupación, dijo que no era extraño que las recién casadas
se esforzaran tanto por complacer a sus maridos que en ocasiones desatendieran
su cuidado personal para procurar el bienestar de sus señores. Comprendía que
tuviera reservas al respecto pero le aseguraba que todo estaría bien, que
regresaría en una o dos semanas. Palabras con las que ya era costumbre terminar
sus cartas.
El ama de llaves hizo otro intento
por hablar con la solitaria mujer, le imploró que por lo menos comiera
debidamente pero le sorprendió obtener como respuesta sólo gritos y regaños
exigiéndole que no se metiera en lo que no le correspondía. Ella no fue la
única en recibir sus duras palabras pues otros miembros de la servidumbre le
rogaron que no descuidara su salud pero la conversación terminó cuando Victoria
amenazó nuevamente con dejarlos sin trabajo. La amabilidad y buena disposición
que en otra época caracterizaron a la joven habían desaparecido por completo.
Se volvió huraña y retraída. Incluso su belleza parecía estarse desvaneciendo
pues su piel se veía seca y su cabello perdió por completo su lustre. Las
saludables curvas de mujer se marchitaron hasta quedarse casi en los huesos.
Nadie en el castillo se sorprendió al
recibir una nueva carta del duque informando que sus asuntos no le permitían
regresar en una fecha cercana. El ama de llaves tocó a la puerta de la
habitación de la torre pero Victoria le gritó que se marchara y ordenó que
tanto ella como el resto de la servidumbre se abstuvieran de dirigirle la
palabra. Prohibió incluso que la vieran a los ojos si se la encontraban en los
pasillos. De ahora en adelante, nadie tenía permitido interactuar con ella de
ninguna manera y si se atrevían a desafiarla se aseguraría de que perdieran sus
trabajos y de que ninguna casa respetable los contratara jamás.
El temor de perder su sustento fue
suficiente para que aceptaran las extrañas condiciones impuestas por Victoria y
debieron acostumbrarse a realizar sus labores diarias fingiendo que no veían a
la frágil mujer caminando por todo el castillo. El ama de llaves continuó
dejando bandejas con comida en la torre pues no se le había ordenado
específicamente que no lo hiciera. Esperaba que el hambre eventualmente fuera
insoportable y que la joven comenzara a alimentarse nuevamente.
De igual manera, seguía preparando
por las noches la cama de la habitación que la joven llevaba semanas sin ocupar
y colocando cambios de ropa limpia en el vestidor pero cada mañana que entraba
y veía que todo estaba tal cual lo había dejado sentía una gran decepción. Pero
no se daba por vencida, seguía intentando cuidar a la esposa del duque. La
mayoría de las veces retiraba las bandejas intactas pero en más de una ocasión
celebró encontrar un panecillo mordisqueado o una taza de té medio vacía. Lo
tomó como una buena señal y confiaba en que esa pobre alimentación fuera
suficiente para mantener a la desdichada mujer con vida hasta que su esposo
regresara.
Con el tiempo era cada vez menos
frecuente ver a Victoria durante el día, por breves instantes los sirvientes
alcanzaban a verla parada mirando fijamente a una pared desnuda, seguramente
pensando en el mejor cuadro para esa área. En ocasiones se escuchaban ruidos en
los pasillos y podía distinguirse su sombra arrastrando alguna escultura hasta
perderse de vista en la obscuridad de alguna habitación. La mujer parecía tener
un sexto sentido para darse cuenta cuando estaba siendo observada y echaba a
correr antes de que la servidumbre pudiera acercarse a ella.
Por las noches era cuando más se
sentía su presencia pues se escuchaban todo tipo de ruidos provenientes de la
habitación de la torre. Era desgarrador escuchar los fuertes sollozos seguidos
del arrastre de pesados objetos pero el ama de llaves se sentía aliviada pues
el estrépito significaba que Victoria seguía ahí. Aunque no imaginaba en qué
condiciones.
El ama de llaves decidió que no se
quedaría cruzada de brazos viendo como la mujer destruía su vida, ya no podía
dejar que la situación continuara. Le escribió una carta al duque describiendo
detalladamente la alarmante situación y le instó a regresar de inmediato o si
no se vería obligada a recurrir a las autoridades quienes sin duda recluirían a
su pobre esposa en alguna institución pues su fragilidad mental era evidente.
Sabía que una amenaza así podía costarle el puesto pero no podía vivir consigo
misma si no hacía algo al respecto. Confiaba en que el duque, enfrentado a la
posibilidad de ser expuesto ante las autoridades por un descuido o de que su
reputación pudiera verse mancillada por tener una esposa con una severa
aflicción de ánimo, regresaría de inmediato.
Las desesperadas palabras del ama de
llaves surtieron efecto. Warren finalmente se dio cuenta de lo egoísta e
irresponsable que había sido. Había estado tan concentrado en su frustración
por haberse visto obligado a contraer matrimonio que no había reparado en que
su joven e inocente esposa estaba pasando por lo mismo. A fin de cuentas, ambos
estaban en la misma situación pero ella era la única que se estaba esforzando
por hacer de su unión un verdadero matrimonio. Se recriminó su comportamiento y
se prometió a sí mismo que no volvería a menospreciar lo que tenía con
Victoria.
Esa misma tarde partió hacia Somerset
pero sus viajes lo habían llevado demasiado lejos como para llegar tan pronto
como hubiera querido. La travesía le llevó varios días y cuando al fin llegó
era de noche y el castillo estaba en completo silencio. Todo estaba en penumbra
pero no le sorprendió, no esperaba que nadie estuviera ahí para recibirlo pues
en su afán por regresar cuanto antes no se tomó el tiempo siquiera para enviar
una misiva anunciando su llegada. No quiso despertar a la servidumbre, se
convenció de que lo hacía por consideración pero en el fondo se sentía
avergonzado de enfrentarlos. Temía que lo juzgaran, y con justa razón, por el terrible
descuido de su esposa.
Su corazón dio un vuelco al
encontrarse con la frágil figura de Victoria esperándolo al pie de la escalera
en cuanto entró al castillo. No hubo necesidad de palabras, la tomó en sus
brazos y no pudo evitar sollozar por lo cambiada que estaba. Su aspecto
macilento aunado a la piel reseca y el cabello opaco evidenciaban lo enferma
que estaba. Las antes rosadas mejillas no sólo habían perdido su color sino que
estaban hundidas y enfatizaban aún más las ojeras que enmarcaban unos ojos sin
brillo.
El duque se desplomó de rodillas
mientras le pedía perdón por su abandono. Le rogó que le diera una segunda
oportunidad y le aseguró que jamás volvería a dejarla. Victoria, comprensiva y
cariñosa, lo tomó de la mano y lo instó a que se pusiera de pie. Con una débil
sonrisa en el rostro lo llevó por todo el castillo mostrándole la decoración.
Warren temió que la caminata fuera demasiado extenuante para su débil esposa
pero la manera en que lo miraba mientras él contemplaba su obra, como si
esperara su aprobación, le hizo ver la enorme dedicación de su trabajo y no se
atrevió a arruinar el momento.
El duque estaba más que complacido
con el trabajo de Victoria, los pasillos fríos y desnudos a los que él estaba
acostumbrado estaban ahora llenos de colorido y calor de hogar. Warren se
sintió orgulloso y conmovido por el cariño con que ella había creado un hogar
para ambos. Felicitó a su joven esposa y elogió su buen gusto para después
cargarla hasta su habitación donde hicieron el amor toda la noche. Susurró
dulces palabras en su oído hasta que la frágil Victoria se durmió en sus
brazos.
A la mañana siguiente Warren despertó
con su esposa a su lado y se sintió verdaderamente feliz por primera vez en su
vida. En ese momento supo que todo lo que necesitaba en su vida estaba dentro
de ese castillo y juró que jamás volvería a descuidar a la joven mujer que
había aguardado pacientemente a que él comprendiera lo mucho que lo amaba. Le
dio un tierno beso en la cabeza y se levantó de la cama cuidadosamente para no
despertarla. Tomó sus ropas y salió sigilosamente de la habitación procurando
no hacer ruido, no quería despertarla pues debía estar fatigada. Además, quería
sorprenderla con un abundante desayuno en la cama, bajo su cuidado recuperaría
su salud. Le daría todo lo que ella siempre quiso y la amaría como merecía.
Los pensamientos de felicidad del
duque se vieron interrumpidos cuando, camino a la cocina, se encontró con el
rostro lóbrego del ama de llaves que rompió en llanto en cuanto estuvo frente a
él. El duque intentó calmar a la alterada mujer pero no había manera de
apaciguar los fuertes sollozos que terminaron por alertar al resto de la
servidumbre. En segundos estuvieron todos reunidos frente a Warren, cabizbajos,
expresando uno por uno sus condolencias.
El duque arremetió en insultos contra
todos por el extraño recibimiento. Consideraba que le estaban jugando una broma
de mal gusto ya que recientemente había visto a sus amigos más cercanos y
convivido con sus conocidos y todos gozaban de excelente salud. El ama de
llaves fue la única que se atrevió a mirar al alterado Warren a los ojos y
pedirle que le permitiera explicarle lo sucedido. La mujer respiró profundo
para controlar las lágrimas antes de proceder.
El día que el ama de llaves regresó
del pueblo tras mandar la carta en la que le informaba al duque sobre la
gravedad de la condición de su esposa ya no quiso esperar más. Decidió que
entraría en la habitación de la torre y sacaría a la mujer de ahí aunque
tuviera que arrastrarla, no le importaba que la amenazara ni que la odiara por
eso, no cuando su vida estaba en riesgo. Pero se encontró con que la habitación
estaba cerrada con llave y a pesar de que tocó la puerta insistentemente no
hubo respuesta. Mandó llamar al cerrajero y, temiendo lo peor, también envió
por el doctor.
Cuando se logró abrir la cerradura
hicieron un triste descubrimiento, la joven mujer yacía muerta sobre una silla
frente a uno de tantos cuadros recargados contra la pared. Sus ojos sin vida
apuntaban en dirección al lienzo. La escena costumbrista del cuadro debió ser
la última imagen que la desdichada Victoria vio antes de fallecer. El ama de
llaves se desmayó por la impresión pero las sales de amoniaco que el doctor le
suministró la ayudaron a recuperar el conocimiento.
Al ver nuevamente el cuerpo sin vida
de la pobre mujer estuvo a punto de entrar en crisis otra vez pues se culpaba a
sí misma por lo sucedido. Se recriminaba el no haber entrado en el cuarto esa
misma mañana pero el doctor le explicó que no hubiera servido de nada pues a
juzgar por las condiciones del cuerpo era evidente que la esposa del duque
llevaba muerta ya varios días, quizás semanas. El ama de llaves le aclaró que
eso no era posible pues la joven mujer nunca había dejado de caminar por los
pasillos, incluso la habían visto un día antes en varias estancias y se
escucharon ruidos dentro de la torre esa misma madrugada.
No está claro lo que el doctor pensó
sobre las declaraciones del ama de llaves, quizás creyó que la histérica mujer
intentaba justificar el obvio descuido de la salud de Victoria o que su mente
femenina era incapaz de procesar el que la señora de la casa perdiera la vida
mientras estaba bajo su responsabilidad. El doctor mandó llamar al resto de la
servidumbre y le sorprendió escuchar que todos, de una u otra manera, tenían
razones de sobra para asegurar que Victoria estaba viva hasta esa mañana.
El doctor consideró acusarlos de
conspiración por ocultar un cadáver putrefacto en esa habitación pero las
declaraciones de los sirvientes parecían sinceras y todos se veían claramente
consternados por la muerte de su señora. El doctor no podía explicar lo
sucedido pero estaba convencido de que, lo que fuera que haya pasado, no se
había obrado de mala intención y no parecía haber ahí crimen alguno qué
procesar. Siendo un hombre de ciencia, atribuyó los supuestos avistamientos de
Victoria por los pasillos a simples trucos de luz y sombra que engañaron a los ojos
de los cansados sirvientes. Culpó a las ratas de mordisquear los panecillos y
de tomar el té de las bandejas que dejaban afuera de la habitación. Sin mayor
problema dio su autorización para que se hicieran los arreglos funerarios.
Se intentó localizar al duque por
todos los medios pero no fue posible contactarlo, no pudieron hacerle llegar
ningún mensaje pues en su apuro por regresar al castillo nadie sabía qué
caminos había tomado ni en qué hospederías se quedaría. Esperaron lo más que
pudieron pero al final se vieron obligados a enterrar a la joven Victoria en el
panteón familiar detrás del castillo. Asumieron que eso era lo que él hubiera
querido.
Warren no daba crédito al extraño
relato del ama de llaves, era claro que le estaba mintiendo pero ¿por qué? ¿Qué
ganaba con todo esto? Miró a toda la servidumbre, la mayoría de los rostros lo
habían acompañado desde pequeño y no imaginaba la razón que tendrían para
inventar una historia tan cruel. El ama de llaves le juró que era verdad, le
pidió salir a ver la tumba y si eso no era suficiente para él entonces mandarían
llamar al doctor para que diera fe de lo sucedido.
El duque se enfureció por lo bien
montada que tenían la farsa y los acusó a todos de mentirosos. Les dijo que él
había visto con sus propios ojos a Victoria y que estaba tan viva como el día
en que se marchó. El ama de llaves, horrorizada, le explicó que eso no podía
ser posible pero el desesperado hombre insistió en la veracidad de sus
palabras. Dejando de lado el pudor y el decoro, reveló incluso que había
compartido el lecho con su esposa la noche anterior y que en estos momentos se
encontraba dormida plácidamente en la habitación, si no es que su descanso había
sido interrumpido por los regaños que se había visto obligado a proferir a su
desleal servidumbre. Aseguró que su macabra broma les costaría el puesto y su
reputación, él mismo se encargaría de verlos arruinados.
Los miembros de la servidumbre
intercambiaron miradas incómodas entre ellos, ninguno se atrevió a hablar hasta
que el más joven de ellos, el asistente del jardinero, se aventuró a sugerirle
al duque que subiera por su esposa para que fuera ella misma quien los
despidiera. Warren, enfurecido, corrió escaleras arriba mientras unos cuantos
se atrevieron a seguirlo. El ama de llaves se adelantó a todos y al llegar encontró
al duque parado bajo el marco de la puerta con la mirada perdida hacia el
interior de la habitación.
La mujer se acercó lentamente y le
preguntó qué sucedía pero el duque no contestó. Sólo estaba ahí, parado, sin
moverse ni hablar. El ama de llaves intentó entrar a la habitación pero Warren
bloqueaba el paso, estaba petrificado. Finalmente el mayordomo lo tomó por los
hombros y con mucha delicadeza lo apartó para que el resto pudiera entrar. El
horror se apoderó de todos los presentes al ver el cadáver putrefacto que yacía
en la cama en una posición tan serena que en verdad parecía que dormía
plácidamente. Si la descomposición del cuerpo no fuera tan evidente casi se
podría creer que estaba vivo.
A pesar del lamentable aspecto del
cadáver se podía ver que los restos eran de la difunta esposa del duque. Temiendo
que la pobre mujer hubiera sido víctima de profanadores de tumbas algunos
corrieron al panteón familiar esperando encontrar tierra removida o incluso el
ataúd abierto. Para su asombro, la tierra estaba sin perturbar y las flores que
se habían colocado el día anterior seguían ahí.
El temor que se había alojado en los
corazones de la servidumbre desde el día en que el doctor aseguró la
imposibilidad de haber visto a Victoria por los pasillos cuando ya estaba
muerta provocó en ese instante que unos cuantos hombres tomaran unas palas y
comenzaran a cavar. En su desesperación no tardaron mucho en llegar hasta el
ataúd y abrirlo sólo para descubrir, horrorizados, que estaba vacío.
Los rumores en torno a lo sucedido
fueron inevitables y pronto empezaron a circular todo tipo de versiones en los
alrededores. La teoría más popular y aceptada entre los lugareños era que el
duque no pudo soportar regresar a su hogar y descubrir que su adorada esposa
estaba muerta y que, en un episodio de locura, desenterró su cadáver para yacer
con ella. Había quiénes creían que Victoria, una esposa tan joven y hermosa, tuvo
un amorío aprovechando la larga ausencia del duque y que había sido asesinada por
su amante en un arranque de celos. Dijeron que su esposo profanó su tumba por
no creerla digna de ser enterrada en el panteón familiar, por adúltera.
No había manera de saber lo que
realmente sucedió pues todos los miembros de la servidumbre se rehusaron a
comentar al respecto, incluso entre ellos. Guardaron silencio como si con ello
pudieran borrar de sus vidas el inexplicable horror del que fueron testigos.
Desde el momento en que Warren contempló el cadáver de su esposa en el lecho
matrimonial esa fatídica mañana no volvió a pronunciar una sola palabra más.
Ante las miradas compasivas de la servidumbre se mudó a la habitación de la
torre. Pasaba sus días encerrado y sólo salía por las noches para deambular por
los pasillos admirando la decoración que con tanto esmero su esposa eligió.
Las pesquisas oficiales por lo
ocurrido concluyeron que no hubo crimen alguno y aunque hubo algunos que no
quedaron satisfechos con las investigaciones no tuvieron más remedio que aceptar
las declaraciones y eventualmente se fue perdiendo interés en la triste
historia del duque y su esposa. La mayor parte de la servidumbre permaneció
fiel a su empleador a pesar del excéntrico estilo de vida que había adoptado. El
ama de llaves continuó dejando bandejas con comida afuera de la habitación de
la torre, tal y como había hecho con Victoria en sus últimos días, pero ahora
para el desdichado viudo. No le sorprendió encontrarlo muerto un par de años
más tarde, en la misma silla en que su joven esposa falleció.
La propiedad fue vendida poco tiempo
después y aunque el nuevo dueño ofreció mantener a la servidumbre en sus
puestos ninguno de ellos aceptó quedarse. Al poco tiempo el castillo fue puesto
en venta nuevamente, cambiando de manos muchas veces a través de los años. Los nuevos
dueños daban todo tipo de argumentos para querer deshacerse de la propiedad,
desde problemas de humedad hasta corrientes de aire e infestaciones en las
bodegas.
Algunos pocos se atrevieron a decir,
bajo la más estricta de las confidencias, que el verdadero problema era la
decoración. Decían que era inútil colgar y descolgar cuadros y cambiar muebles y
piezas decorativas de lugar porque a la mañana siguiente todo estaba nuevamente
tal cual estaba el día en que llegaron. Hay quienes dicen que todavía se puede
ver al duque y a su esposa por los pasillos, tomados del brazo, admirando la
decoración que finalmente quedó terminada.
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