miércoles, 18 de octubre de 2017

Cuentoscuros: Un hogar para siempre

Los invito a leer este cuento corto que se quedará con ustedes después de apagar las luces.


 Victoria miró a través de la ventana como si esperara encontrar algo diferente a lo que contemplaba a diario. La joven suspiró mientras se recriminaba a sí misma la insatisfacción que parecía sentir desde que contrajo matrimonio. Su posición privilegiada y la fortuna considerable de su familia le permitieron crecer protegida e ignorante del lado obscuro de la vida y ahora sentía que no estaba preparada para enfrentar la realidad. Victoria era un gran partido, no sólo por la excelente reputación de su familia sino por su gran belleza. Cuando llegó el momento de elegir entre todos sus pretendientes no tuvo reparo en que sus padres decidieran por ella.
El duque Forrest Weston no era precisamente el hombre con el que Victoria soñaba pero confiaba en el buen juicio de sus padres y anhelaba empezar su vida de casada. Incluso antes de que se anunciara formalmente el compromiso ya se veía encargándose de una casa, su propia casa, coordinando a la servidumbre, construyendo un hogar para su esposo y los hijos que esperaba llegaran muy pronto. Su prometido era diez años mayor que ella y poseía una reputación intachable, todos en Londres consideraron que serían una pareja perfecta.
Victoria y Weston se vieron sólo un par de veces antes de contraer matrimonio y aunque la joven lo encontró de carácter serio la conversación fue amena y nada en él le hizo pensar que fuera algo menos que un hombre honorable y decente que cuidaría bien de ella. El duque, por su parte, no estaba tan emocionado como ella ante el prospecto de contraer matrimonio pero era el último de los Weston y la fortuna familiar era considerable, tenía la obligación de producir un heredero.
A pesar de la gran belleza por la que Victoria era conocida, el duque la encontró simplemente agradable a la vista pero se sintió complacido al ver la disposición sumisa de la joven. Una mujer voluntariosa o que expresara abiertamente sus opiniones eventualmente desgastaría el matrimonio volviéndolo una carga. Necesitaba una esposa que se encargara de su hogar y que no le recriminara sus constantes viajes pues era lo que más placer traía a su vida. No tenía interés alguno en pasar largas temporadas en un mismo lugar.
La joven se permitió soñar en más de una ocasión con el momento en que conociera a su futuro esposo, idealmente sería guapo y galante aunque sabía que eso difícilmente sucedería pero no se desanimaba. Su madre le había explicado que no era usual enamorarse inmediatamente de un esposo, incluso era común ni siquiera encontrarlo atractivo, el amor vendría con el tiempo, con la convivencia diaria. Weston no era guapo en la manera tradicional pero tenía características que algunas mujeres considerarían fascinantes. Era varonil y su cuerpo no mostraba indicios de descuido o de vicios. Su rostro inspiraba confianza, se podía ver que era sincero.
Victoria se sentía afortunada pues conocía a un buen número de jóvenes que habían contraído nupcias con hombres horribles, de edades tan avanzadas que podrían ser sus padres o abuelos. Se les veía paseando por la ciudad aferradas a los brazos de esos ancianos esbozando enormes sonrisas fingidas. La joven no quería sufrir el mismo destino pero la alternativa era impensable, ser una solterona no era una opción. Sus padres hicieron lo correcto, le consiguieron un buen esposo y confiaban en que sería feliz al lado del duque.
La boda se celebró en la propiedad de Weston, un hermoso castillo al sur del condado de Somerset, cerca de Taunton. Victoria casi no podía creer que esa impresionante edificación sería su nuevo hogar. El castillo había pertenecido a la familia del duque por generaciones y aunque no era tan grande como los de la realeza tenía espacio de sobra para albergar a una familia numerosa y a las decenas de sirvientes que se requerían para mantener a la propiedad en forma. El gran número de habitaciones, las enormes distancias entre ellas y los amplios pasillos facilitaban el que se pudiera deambular por el castillo sin encontrarse con nadie más en todo el día. Sobre todo si se caminaba por los pasillos que conducían a las habitaciones más alejadas que no se habían ocupado en años.
La noche de bodas del matrimonio Weston fue un acto casi mecánico, sin grandes pasiones pero el duque fue considerado y atento con su nueva esposa. Eran dos desconocidos que en poco tiempo se habían visto obligados a vivir bajo el mismo techo sin tener realmente nada en común. El duque se esforzó para que Victoria se sintiera a gusto en el castillo, constantemente le recordaba que era la señora de la casa y que podía manejarla como quisiera. Los pequeños gestos que tenía con ella le hicieron sentir que empezaba a amarlo.
Los días transcurrieron sin novedad y la cordial relación entre los recién casados pronto se tornó aburrida y rutinaria. Por las noches Victoria cumplía con sus deberes conyugales esperando que en algún momento Weston empezara a mostrar más pasión pero cuando el acto terminaba y se retiraba a su habitación se sentía vacía. El duque era toda amabilidad pero no mostraba interés alguno en conocer realmente a su esposa, se aseguraba de que no le faltara nada y buscaba temas de interés para conversar pero todo era demasiado impersonal. La joven lloró toda la noche el día en que escuchó a la servidumbre cuchicheando sobre la inminente partida del duque en cuanto dejara encinta a su bella esposa.
Tristemente, lo que más parecían anhelar ambos se rehusaba en llegar, su sangrado menstrual se presentaba mes tras mes como un cruel recordatorio de su fracaso. El duque estaba desesperado por salir de Somerset, odiaba los días lluviosos en el campo y la manera en que el tiempo parecía transcurrir más lentamente. Ansiaba regresar a Londres, al bullicio de la ciudad, a sus amigos en los clubes y a las conversaciones estimulantes. Cuando le informó a su esposa sobre su próxima partida, argumentando citas que no podía cancelar, sintió un dejo de culpabilidad al ver la decepción en su rostro. Por un instante consideró invitarla, llevarla con él, pero no sería bien visto que una recién casada se anduviera paseando por la ciudad cuando aún debería estar acostumbrándose a su nueva posición en el hogar.
La desdichada Victoria fingió entereza pero Weston pudo ver lo mucho que le dolía que la dejara ahí. En un intento por alegrarla sugirió que redecorase el castillo, hacía mucho tiempo que el lugar no se veía beneficiado por el toque femenino y dijo que nada le complacería más que regresar y encontrar un verdadero hogar donde criar a sus futuros hijos. Sintiendo que había manejado la situación de la mejor manera procedió a darle a su esposa un casto beso en la frente y se despidió asegurando que regresaría en dos o tres semanas.
La joven, decidida a no decepcionar a su esposo, se dedicó día y noche a planear cada rincón del castillo. Habitaciones que habían permanecido cerradas bajo llave durante años se abrieron para que no hubiera espacio alguno sin decorar. Victoria exploró todo el castillo y le sorprendió agradablemente el hallazgo en la habitación ubicada en la torre más elevada. Bajo una gruesa capa de polvo encontró una buena cantidad de cuadros, tapices, esculturas y otros objetos decorativos. Algunos estaban mejor preservados que otros pero todos eran de un valor y belleza incalculables.
Victoria se entregó por completo a la laboriosa tarea de limpiarlos, restaurarlos y clasificarlos para elegir el mejor lugar dónde habría de colocarlos. Había suficientes cuadros y tapices para que ninguna pared quedara vacía. Relojes, bustos y artefactos adornarían repisas y mesas y todo tipo de esculturas darían nueva vida a los fríos pasillos del castillo. Los sirvientes ofrecieron asistirla en lo que necesitara pero Victoria declinó amablemente su ayuda, insistió en que era algo que debía hacer sola. Los sirvientes se alegraron al ver a la señora del castillo entretenida con la decoración en lugar de concentrarse en la ausencia de su esposo pero les preocupaba verla cargando cuadros enormes con pesados marcos de madera de una habitación a otra buscando el mejor lugar para exhibirlos. Victoria se empeñaba en arrastrar estatuas y artefactos de un lado a otro probando en las estancias y corredores pero nunca estaba satisfecha con la ubicación.
Cada vez era más difícil para los sirvientes respetar los deseos de su señora pues se la topaban por los pasillos haciendo un gran esfuerzo para transportar la pesada carga. Le insistieron una y otra vez que les permitiera ayudar pero la afabilidad con la que los rechazó en un principio ya empezaba a ser reemplazada con franca hostilidad por lo que ella consideraba una intromisión en su proyecto personal. La servidumbre confiaba en que cuando regresara el duque su esposa se tomaría un descanso o incluso olvidaría por completo tan ardua tarea.
A casi tres semanas de la partida de Weston su mujer recibió una carta en la que le notificaba que no le sería posible regresar en la fecha contemplada pues había negocios urgentes en la ciudad que requerían su atención. No dio más explicaciones sobre el retraso de su regreso y dijo que confiaba en no demorarse más de una o dos semanas más. Expresó su interés por la decoración del castillo y aseguró que le traía felicidad el pensar en lo hermoso que estaría su hogar cuando volvieran a verse y se despidió mandándole su amor.
La joven esposa estaba decepcionada por no tener al duque de regreso, extrañaba su compañía, no importaba que sus conversaciones no fueran tan amenas como se esperaría pero confiaba en que las noticias que trajera después de su viaje la entretendrían por algunos días. Victoria miró por la ventana, el verde intenso que se extendía hasta perderse de vista le recordó lo lejos que estaba de todo, nunca pensó que la vida en el campo pudiera ser tan solitaria.
Victoria sintió que la desesperación amenazaba por apoderarse de ella pero recordó las palabras de su madre diciéndole que una mujer jamás permitía que sus emociones la dominaran. Una joven respetable y de buena familia no se dejaba llevar por la frustración y el enojo. Una verdadera dama siempre sabía sacar lo mejor de todas las situaciones. Con la voz de su madre dentro de su cabeza se obligó a sonreír y a ver la demora de su esposo como una maravillosa oportunidad. En realidad, era un alivio contar con más tiempo para terminar su tarea pues el castillo aún no era lo que ella deseaba.
Lo mismo sucedía con su vida de casada, sabía que entre ellos no había un amor apasionado pero sentía en lo más profundo de su corazón que lo habría en cuanto él regresara y viera todo el esfuerzo y cariño con que había decorado el lugar. Reconocería el cuidado especial y la entrega con que había transformado el frío castillo en un cálido hogar. No la amaba como ella anhelaba pero sabía que lo haría un día, estaba segura. Y cuando eso sucediera no pensaría siquiera en alejarse otra vez.
Con este objetivo en mente, la joven se entregó aún más a su labor y la ya preocupada servidumbre se alarmó al notar que Victoria comenzaba a perder peso. Apenas tocaba la comida que le servían argumentando que no tenía apetito. Eventualmente dejó de bajar al comedor pues pasaba la mayor parte del día en la habitación de la torre planeando obsesivamente la decoración. El ama de llaves intentó hablar al respecto con ella y le externó su preocupación por su salud pero Victoria le restó importancia al asunto. Aseguró que una vez que terminara su trabajo todo regresaría a la normalidad.
La servidumbre no tuvo más remedio que aceptar lo que su señora decía y comenzaron a llevarle la comida a la torre con la esperanza de que por lo menos se alimentara mientras trabajaba. Algunas de las sirvientas se atrevieron a pedirle a Victoria que intentara comer un poco más pues las bandejas que recogían estaban casi intactas pero la joven esposa amenazó con retirarlas de sus puestos si insistían con esas críticas absurdas.
El tiempo transcurrió, día tras día, con la joven sumida en su obsesión y la servidumbre preocupada por su condición, les parecía que el día en que el duque debía regresar no llegaba suficientemente rápido. Sus esperanzas se desvanecieron cuando recibieron una misiva de Warren explicando que había sido invitado fuera de la ciudad por unos amigos de la familia y que sería descortés rechazarlos. No le sería posible regresar por el momento.
La historia se repetía semana tras semana con una nueva excusa que lo mantenía lejos de Somerset, lejos de su esposa. La joven Victoria se encerraba en la torre durante horas después de cada carta recibida y se podían escuchar sus sollozos a través de la pesada puerta de madera mientras el ama de llaves intentaba darle palabras de consuelo desde afuera, explicando que era común que el duque se ausentara por negocios pero que cuando regresaba se quedaba por largas temporadas.
Las señoras respetables no se entregaban a la melancolía por los pasillos de su hogar ni frente a la servidumbre así que Victoria se obligaba cada mañana a levantarse y a concentrarse nuevamente en su labor. El arrastre de cuadros y otras decoraciones era el único sonido en los pasillos del castillo. La joven ya ni siquiera pasaba tiempo en su habitación, ni en ningún otro lugar del castillo, si no era para probar cuadros en las paredes o esculturas en las repisas.
Era evidente que Victoria pasaba días enteros sin comer porque las bandejas eran retiradas sin haber sido tocadas siquiera y los sirvientes sospechaban que casi no dormía pues se le podía escuchar arrastrando cuadros a todas horas de la noche y hasta en la madrugada. La obsesión de la joven esposa y el alarmante descuido de su salud fueron demasiado para el ama de llaves quien se atrevió a mandar una carta al duque para informarle de la situación. Esperaba que comprendiera la gravedad del problema de su esposa y le rogaba que regresara lo más pronto posible para cuidar de ella.
Para sorpresa de todos, el duque, aunque expresó su preocupación, dijo que no era extraño que las recién casadas se esforzaran tanto por complacer a sus maridos que en ocasiones desatendieran su cuidado personal para procurar el bienestar de sus señores. Comprendía que tuviera reservas al respecto pero le aseguraba que todo estaría bien, que regresaría en una o dos semanas. Palabras con las que ya era costumbre terminar sus cartas.
El ama de llaves hizo otro intento por hablar con la solitaria mujer, le imploró que por lo menos comiera debidamente pero le sorprendió obtener como respuesta sólo gritos y regaños exigiéndole que no se metiera en lo que no le correspondía. Ella no fue la única en recibir sus duras palabras pues otros miembros de la servidumbre le rogaron que no descuidara su salud pero la conversación terminó cuando Victoria amenazó nuevamente con dejarlos sin trabajo. La amabilidad y buena disposición que en otra época caracterizaron a la joven habían desaparecido por completo. Se volvió huraña y retraída. Incluso su belleza parecía estarse desvaneciendo pues su piel se veía seca y su cabello perdió por completo su lustre. Las saludables curvas de mujer se marchitaron hasta quedarse casi en los huesos.
Nadie en el castillo se sorprendió al recibir una nueva carta del duque informando que sus asuntos no le permitían regresar en una fecha cercana. El ama de llaves tocó a la puerta de la habitación de la torre pero Victoria le gritó que se marchara y ordenó que tanto ella como el resto de la servidumbre se abstuvieran de dirigirle la palabra. Prohibió incluso que la vieran a los ojos si se la encontraban en los pasillos. De ahora en adelante, nadie tenía permitido interactuar con ella de ninguna manera y si se atrevían a desafiarla se aseguraría de que perdieran sus trabajos y de que ninguna casa respetable los contratara jamás.
El temor de perder su sustento fue suficiente para que aceptaran las extrañas condiciones impuestas por Victoria y debieron acostumbrarse a realizar sus labores diarias fingiendo que no veían a la frágil mujer caminando por todo el castillo. El ama de llaves continuó dejando bandejas con comida en la torre pues no se le había ordenado específicamente que no lo hiciera. Esperaba que el hambre eventualmente fuera insoportable y que la joven comenzara a alimentarse nuevamente.
De igual manera, seguía preparando por las noches la cama de la habitación que la joven llevaba semanas sin ocupar y colocando cambios de ropa limpia en el vestidor pero cada mañana que entraba y veía que todo estaba tal cual lo había dejado sentía una gran decepción. Pero no se daba por vencida, seguía intentando cuidar a la esposa del duque. La mayoría de las veces retiraba las bandejas intactas pero en más de una ocasión celebró encontrar un panecillo mordisqueado o una taza de té medio vacía. Lo tomó como una buena señal y confiaba en que esa pobre alimentación fuera suficiente para mantener a la desdichada mujer con vida hasta que su esposo regresara.
Con el tiempo era cada vez menos frecuente ver a Victoria durante el día, por breves instantes los sirvientes alcanzaban a verla parada mirando fijamente a una pared desnuda, seguramente pensando en el mejor cuadro para esa área. En ocasiones se escuchaban ruidos en los pasillos y podía distinguirse su sombra arrastrando alguna escultura hasta perderse de vista en la obscuridad de alguna habitación. La mujer parecía tener un sexto sentido para darse cuenta cuando estaba siendo observada y echaba a correr antes de que la servidumbre pudiera acercarse a ella.
Por las noches era cuando más se sentía su presencia pues se escuchaban todo tipo de ruidos provenientes de la habitación de la torre. Era desgarrador escuchar los fuertes sollozos seguidos del arrastre de pesados objetos pero el ama de llaves se sentía aliviada pues el estrépito significaba que Victoria seguía ahí. Aunque no imaginaba en qué condiciones.
El ama de llaves decidió que no se quedaría cruzada de brazos viendo como la mujer destruía su vida, ya no podía dejar que la situación continuara. Le escribió una carta al duque describiendo detalladamente la alarmante situación y le instó a regresar de inmediato o si no se vería obligada a recurrir a las autoridades quienes sin duda recluirían a su pobre esposa en alguna institución pues su fragilidad mental era evidente. Sabía que una amenaza así podía costarle el puesto pero no podía vivir consigo misma si no hacía algo al respecto. Confiaba en que el duque, enfrentado a la posibilidad de ser expuesto ante las autoridades por un descuido o de que su reputación pudiera verse mancillada por tener una esposa con una severa aflicción de ánimo, regresaría de inmediato.
Las desesperadas palabras del ama de llaves surtieron efecto. Warren finalmente se dio cuenta de lo egoísta e irresponsable que había sido. Había estado tan concentrado en su frustración por haberse visto obligado a contraer matrimonio que no había reparado en que su joven e inocente esposa estaba pasando por lo mismo. A fin de cuentas, ambos estaban en la misma situación pero ella era la única que se estaba esforzando por hacer de su unión un verdadero matrimonio. Se recriminó su comportamiento y se prometió a sí mismo que no volvería a menospreciar lo que tenía con Victoria.
Esa misma tarde partió hacia Somerset pero sus viajes lo habían llevado demasiado lejos como para llegar tan pronto como hubiera querido. La travesía le llevó varios días y cuando al fin llegó era de noche y el castillo estaba en completo silencio. Todo estaba en penumbra pero no le sorprendió, no esperaba que nadie estuviera ahí para recibirlo pues en su afán por regresar cuanto antes no se tomó el tiempo siquiera para enviar una misiva anunciando su llegada. No quiso despertar a la servidumbre, se convenció de que lo hacía por consideración pero en el fondo se sentía avergonzado de enfrentarlos. Temía que lo juzgaran, y con justa razón, por el terrible descuido de su esposa.
Su corazón dio un vuelco al encontrarse con la frágil figura de Victoria esperándolo al pie de la escalera en cuanto entró al castillo. No hubo necesidad de palabras, la tomó en sus brazos y no pudo evitar sollozar por lo cambiada que estaba. Su aspecto macilento aunado a la piel reseca y el cabello opaco evidenciaban lo enferma que estaba. Las antes rosadas mejillas no sólo habían perdido su color sino que estaban hundidas y enfatizaban aún más las ojeras que enmarcaban unos ojos sin brillo.
El duque se desplomó de rodillas mientras le pedía perdón por su abandono. Le rogó que le diera una segunda oportunidad y le aseguró que jamás volvería a dejarla. Victoria, comprensiva y cariñosa, lo tomó de la mano y lo instó a que se pusiera de pie. Con una débil sonrisa en el rostro lo llevó por todo el castillo mostrándole la decoración. Warren temió que la caminata fuera demasiado extenuante para su débil esposa pero la manera en que lo miraba mientras él contemplaba su obra, como si esperara su aprobación, le hizo ver la enorme dedicación de su trabajo y no se atrevió a arruinar el momento.
El duque estaba más que complacido con el trabajo de Victoria, los pasillos fríos y desnudos a los que él estaba acostumbrado estaban ahora llenos de colorido y calor de hogar. Warren se sintió orgulloso y conmovido por el cariño con que ella había creado un hogar para ambos. Felicitó a su joven esposa y elogió su buen gusto para después cargarla hasta su habitación donde hicieron el amor toda la noche. Susurró dulces palabras en su oído hasta que la frágil Victoria se durmió en sus brazos.
A la mañana siguiente Warren despertó con su esposa a su lado y se sintió verdaderamente feliz por primera vez en su vida. En ese momento supo que todo lo que necesitaba en su vida estaba dentro de ese castillo y juró que jamás volvería a descuidar a la joven mujer que había aguardado pacientemente a que él comprendiera lo mucho que lo amaba. Le dio un tierno beso en la cabeza y se levantó de la cama cuidadosamente para no despertarla. Tomó sus ropas y salió sigilosamente de la habitación procurando no hacer ruido, no quería despertarla pues debía estar fatigada. Además, quería sorprenderla con un abundante desayuno en la cama, bajo su cuidado recuperaría su salud. Le daría todo lo que ella siempre quiso y la amaría como merecía.
Los pensamientos de felicidad del duque se vieron interrumpidos cuando, camino a la cocina, se encontró con el rostro lóbrego del ama de llaves que rompió en llanto en cuanto estuvo frente a él. El duque intentó calmar a la alterada mujer pero no había manera de apaciguar los fuertes sollozos que terminaron por alertar al resto de la servidumbre. En segundos estuvieron todos reunidos frente a Warren, cabizbajos, expresando uno por uno sus condolencias.
El duque arremetió en insultos contra todos por el extraño recibimiento. Consideraba que le estaban jugando una broma de mal gusto ya que recientemente había visto a sus amigos más cercanos y convivido con sus conocidos y todos gozaban de excelente salud. El ama de llaves fue la única que se atrevió a mirar al alterado Warren a los ojos y pedirle que le permitiera explicarle lo sucedido. La mujer respiró profundo para controlar las lágrimas antes de proceder.
El día que el ama de llaves regresó del pueblo tras mandar la carta en la que le informaba al duque sobre la gravedad de la condición de su esposa ya no quiso esperar más. Decidió que entraría en la habitación de la torre y sacaría a la mujer de ahí aunque tuviera que arrastrarla, no le importaba que la amenazara ni que la odiara por eso, no cuando su vida estaba en riesgo. Pero se encontró con que la habitación estaba cerrada con llave y a pesar de que tocó la puerta insistentemente no hubo respuesta. Mandó llamar al cerrajero y, temiendo lo peor, también envió por el doctor.
Cuando se logró abrir la cerradura hicieron un triste descubrimiento, la joven mujer yacía muerta sobre una silla frente a uno de tantos cuadros recargados contra la pared. Sus ojos sin vida apuntaban en dirección al lienzo. La escena costumbrista del cuadro debió ser la última imagen que la desdichada Victoria vio antes de fallecer. El ama de llaves se desmayó por la impresión pero las sales de amoniaco que el doctor le suministró la ayudaron a recuperar el conocimiento.
Al ver nuevamente el cuerpo sin vida de la pobre mujer estuvo a punto de entrar en crisis otra vez pues se culpaba a sí misma por lo sucedido. Se recriminaba el no haber entrado en el cuarto esa misma mañana pero el doctor le explicó que no hubiera servido de nada pues a juzgar por las condiciones del cuerpo era evidente que la esposa del duque llevaba muerta ya varios días, quizás semanas. El ama de llaves le aclaró que eso no era posible pues la joven mujer nunca había dejado de caminar por los pasillos, incluso la habían visto un día antes en varias estancias y se escucharon ruidos dentro de la torre esa misma madrugada.
No está claro lo que el doctor pensó sobre las declaraciones del ama de llaves, quizás creyó que la histérica mujer intentaba justificar el obvio descuido de la salud de Victoria o que su mente femenina era incapaz de procesar el que la señora de la casa perdiera la vida mientras estaba bajo su responsabilidad. El doctor mandó llamar al resto de la servidumbre y le sorprendió escuchar que todos, de una u otra manera, tenían razones de sobra para asegurar que Victoria estaba viva hasta esa mañana.
El doctor consideró acusarlos de conspiración por ocultar un cadáver putrefacto en esa habitación pero las declaraciones de los sirvientes parecían sinceras y todos se veían claramente consternados por la muerte de su señora. El doctor no podía explicar lo sucedido pero estaba convencido de que, lo que fuera que haya pasado, no se había obrado de mala intención y no parecía haber ahí crimen alguno qué procesar. Siendo un hombre de ciencia, atribuyó los supuestos avistamientos de Victoria por los pasillos a simples trucos de luz y sombra que engañaron a los ojos de los cansados sirvientes. Culpó a las ratas de mordisquear los panecillos y de tomar el té de las bandejas que dejaban afuera de la habitación. Sin mayor problema dio su autorización para que se hicieran los arreglos funerarios.
Se intentó localizar al duque por todos los medios pero no fue posible contactarlo, no pudieron hacerle llegar ningún mensaje pues en su apuro por regresar al castillo nadie sabía qué caminos había tomado ni en qué hospederías se quedaría. Esperaron lo más que pudieron pero al final se vieron obligados a enterrar a la joven Victoria en el panteón familiar detrás del castillo. Asumieron que eso era lo que él hubiera querido.
Warren no daba crédito al extraño relato del ama de llaves, era claro que le estaba mintiendo pero ¿por qué? ¿Qué ganaba con todo esto? Miró a toda la servidumbre, la mayoría de los rostros lo habían acompañado desde pequeño y no imaginaba la razón que tendrían para inventar una historia tan cruel. El ama de llaves le juró que era verdad, le pidió salir a ver la tumba y si eso no era suficiente para él entonces mandarían llamar al doctor para que diera fe de lo sucedido.
El duque se enfureció por lo bien montada que tenían la farsa y los acusó a todos de mentirosos. Les dijo que él había visto con sus propios ojos a Victoria y que estaba tan viva como el día en que se marchó. El ama de llaves, horrorizada, le explicó que eso no podía ser posible pero el desesperado hombre insistió en la veracidad de sus palabras. Dejando de lado el pudor y el decoro, reveló incluso que había compartido el lecho con su esposa la noche anterior y que en estos momentos se encontraba dormida plácidamente en la habitación, si no es que su descanso había sido interrumpido por los regaños que se había visto obligado a proferir a su desleal servidumbre. Aseguró que su macabra broma les costaría el puesto y su reputación, él mismo se encargaría de verlos arruinados.
Los miembros de la servidumbre intercambiaron miradas incómodas entre ellos, ninguno se atrevió a hablar hasta que el más joven de ellos, el asistente del jardinero, se aventuró a sugerirle al duque que subiera por su esposa para que fuera ella misma quien los despidiera. Warren, enfurecido, corrió escaleras arriba mientras unos cuantos se atrevieron a seguirlo. El ama de llaves se adelantó a todos y al llegar encontró al duque parado bajo el marco de la puerta con la mirada perdida hacia el interior de la habitación.
La mujer se acercó lentamente y le preguntó qué sucedía pero el duque no contestó. Sólo estaba ahí, parado, sin moverse ni hablar. El ama de llaves intentó entrar a la habitación pero Warren bloqueaba el paso, estaba petrificado. Finalmente el mayordomo lo tomó por los hombros y con mucha delicadeza lo apartó para que el resto pudiera entrar. El horror se apoderó de todos los presentes al ver el cadáver putrefacto que yacía en la cama en una posición tan serena que en verdad parecía que dormía plácidamente. Si la descomposición del cuerpo no fuera tan evidente casi se podría creer que estaba vivo.
A pesar del lamentable aspecto del cadáver se podía ver que los restos eran de la difunta esposa del duque. Temiendo que la pobre mujer hubiera sido víctima de profanadores de tumbas algunos corrieron al panteón familiar esperando encontrar tierra removida o incluso el ataúd abierto. Para su asombro, la tierra estaba sin perturbar y las flores que se habían colocado el día anterior seguían ahí.
El temor que se había alojado en los corazones de la servidumbre desde el día en que el doctor aseguró la imposibilidad de haber visto a Victoria por los pasillos cuando ya estaba muerta provocó en ese instante que unos cuantos hombres tomaran unas palas y comenzaran a cavar. En su desesperación no tardaron mucho en llegar hasta el ataúd y abrirlo sólo para descubrir, horrorizados, que estaba vacío.
Los rumores en torno a lo sucedido fueron inevitables y pronto empezaron a circular todo tipo de versiones en los alrededores. La teoría más popular y aceptada entre los lugareños era que el duque no pudo soportar regresar a su hogar y descubrir que su adorada esposa estaba muerta y que, en un episodio de locura, desenterró su cadáver para yacer con ella. Había quiénes creían que Victoria, una esposa tan joven y hermosa, tuvo un amorío aprovechando la larga ausencia del duque y que había sido asesinada por su amante en un arranque de celos. Dijeron que su esposo profanó su tumba por no creerla digna de ser enterrada en el panteón familiar, por adúltera.
No había manera de saber lo que realmente sucedió pues todos los miembros de la servidumbre se rehusaron a comentar al respecto, incluso entre ellos. Guardaron silencio como si con ello pudieran borrar de sus vidas el inexplicable horror del que fueron testigos. Desde el momento en que Warren contempló el cadáver de su esposa en el lecho matrimonial esa fatídica mañana no volvió a pronunciar una sola palabra más. Ante las miradas compasivas de la servidumbre se mudó a la habitación de la torre. Pasaba sus días encerrado y sólo salía por las noches para deambular por los pasillos admirando la decoración que con tanto esmero su esposa eligió.
Las pesquisas oficiales por lo ocurrido concluyeron que no hubo crimen alguno y aunque hubo algunos que no quedaron satisfechos con las investigaciones no tuvieron más remedio que aceptar las declaraciones y eventualmente se fue perdiendo interés en la triste historia del duque y su esposa. La mayor parte de la servidumbre permaneció fiel a su empleador a pesar del excéntrico estilo de vida que había adoptado. El ama de llaves continuó dejando bandejas con comida afuera de la habitación de la torre, tal y como había hecho con Victoria en sus últimos días, pero ahora para el desdichado viudo. No le sorprendió encontrarlo muerto un par de años más tarde, en la misma silla en que su joven esposa falleció.
La propiedad fue vendida poco tiempo después y aunque el nuevo dueño ofreció mantener a la servidumbre en sus puestos ninguno de ellos aceptó quedarse. Al poco tiempo el castillo fue puesto en venta nuevamente, cambiando de manos muchas veces a través de los años. Los nuevos dueños daban todo tipo de argumentos para querer deshacerse de la propiedad, desde problemas de humedad hasta corrientes de aire e infestaciones en las bodegas.
Algunos pocos se atrevieron a decir, bajo la más estricta de las confidencias, que el verdadero problema era la decoración. Decían que era inútil colgar y descolgar cuadros y cambiar muebles y piezas decorativas de lugar porque a la mañana siguiente todo estaba nuevamente tal cual estaba el día en que llegaron. Hay quienes dicen que todavía se puede ver al duque y a su esposa por los pasillos, tomados del brazo, admirando la decoración que finalmente quedó terminada.



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